Revista Cultural.

EDITORIAL.

Hola.
Volvimos, al fin y con un nuevo número de la litera-dura.
Este mes vamos a abordar el tema de la importancia de la comunicación. Les mandamos un saludo desde este espacio a todos los profesores y por supuesto les deseamos un ciclo escolar de excelencia a todos los estudiantes que forman y conforman este foro.

Tú hablas una lengua, en este caso el español, sin embargo, muchas veces te cuesta trabajo decir lo que quieres, lo que piensas o lo que sientes.
¿Por qué?
a) ¿No encuentras como expresarlo?
b) ¿Te equivocas continuamente cuando lo intentas?
c) ¿Tartamudeas?
d) ¿Se te enredan las palabras?
e) ¿No te entienden los demás?
f) ¿Te asaltan los nervios?
g) Te asaltan tantas ideas que por principio ¿no sabes cómo proyectarlas?

Cuando lees, tampoco captas con facilidad el mensaje escrito.
¿Por qué?
a) ¿Te aterra leer en voz alta?
b) ¿Temes no pronunciar bien ni dar la entonación adecuada?
c) ¿Se te confunden los vocablos?
d) ¿Te encierras en la lectura silenciosa para poder comprenderla?
e) ¿Sientes inseguridad?
f) ¿Se te dificulta a la vista?

Y que tal cuando tienes que escribir…
a) ¿Qué hacer?
b) ¿Qué decir?
c) ¿Cómo resolverlo?
d) ¿Dónde?
e) ¿Cuándo?
f) ¿Quién lo va a leer?
Y es evidente que tú mismo intuyes ¿El por qué? Y ¿El para qué? De la escritura.

En este espacio vamos a procurar guiarte y a crear un breve espacio de estrecha comunicación por que no existe una forma más competente de aprender a expresarte, sino, a través de un foro de expresión. Entonces, entre tu voz interior y la voz ajena se va a desarrollar completamente esta revista cultural. Cada ser humano tiene una capacidad de significación latente, sea lingüística en particular o semiótica en general; esto es, una aptitud dormida o adormecida para comunicarse y realizar cosas con las palabras. Despertémosla. Usémosla en todas sus funciones y en el mayor número de sus productos. Sólo así seremos más competentes en la realización de los diversos actos de habla y objetos-lenguaje que requiere la sociedad donde nos desenvolvemos como seres humanos.

Le tengo rabia al silencio
Por lo mucho que perdí
Que no se quede callado
Quien quiera ser feliz.
Atahualpa Yupanqui.




Atte. Andrés Galván.

martes, 17 de noviembre de 2009

FERNANDO SAVATER.



La lectura apasionada.

Empezaré por una declaración de principios (es decir, que empiezo por el principio, fiel a la lógica por una vez). Un pensador por el que siento resignada admiración pero ningún cariño, Heidegger, comentó extensamente un par de versos de Holderlin en los que se asegura que "lleno de méritos pero poética­mente habita el hombre la tie­rra"; yo me atrevo a sostener que algunos habitamos la tierra como lectores y que todo el res­to de lo que hacemos —inclui­da la poesía, en su caso— es una consecuencia de haber leído o un pretexto para seguir leyendo.
El hecho de leer —ese miste­rio absorto— es lo más notable que me ha ocurrido en la vida, más que los dulces espasmos del amor, más que la camaradería de los amigos, más que la certidumbre horrorosa e incom­prensible de la muerte, más que tener un hijo o asistir a muchos Derbys, yo diría que también más que la vida misma, porque el menester de vivir me parece subyugado a la ocasión de leer que lo rescata lo mismo que las peripecias de un viaje poco confortable son inferiores al paisa­je deslumbrante o el irrepeti­ble monumento artístico que recompensa nuestro desplaza­miento... y ello aunque sabemos que el uno no nos hubiera resultado deslumbrante ni el otro irrepetible sin las necesarias pe­nalidades del viaje.
Ya está: sólo soy un lector. Lo demás es miseria o corolario. Y el lugar de un lector, su palacio, su aula y su palestra es la biblioteca. He leído que algunos aprenden grandes cosas sobre el universo y nuestras servidum­bres para con él bajando a las cloacas o convocando a los dio­ses: por mi parte, sólo puedo de­cir que leí su testimonio junto a muchos otros y eso me basta. Supongo que tendrán razón, lo mismo que yo tengo una para no haberlos imitado. De modo que si me inquieren sobre qué libro o libros me llevaría a una isla desierta no sé cómo contes­tar porque la única isla desierta que conozco —desierta de adláteres pero abarrotada de íntimos fantasmas— es precisamente la biblioteca en la que moro desde que tengo uso de razón, o lo que es igual: capacidad de leer.
Mi biblioteca ideal se confun­de, pues, con mi biblioteca real, convertida por la fatalidad del apasionamiento en el ideal real de mi vida. Y para hablar de mi biblioteca como es debido tengo que empezar por el hecho que más la caracteriza: su desorden. No es un desorden completo, un pleno azar, el caos. Sería una empresa titánica yuxtaponer los libros sin consentir en su vecin­dad rastros de afinidad o sim­patía. Desordenar por comple­to una biblioteca, ha de ser aún más difícil que ordenarla del todo (también desordenar es or­denar al revés, para lo cual hay que conservar un orden inten­cional en la cabeza y la volun­tad de contrariarlo en la prác­tica; esa coacción favorece mil formas nuevas de orden rebelde que subvierten el desorden es­tablecido: si intentamos corre­girlas en un estante provocamos otras nuevas en los demás, etcé­tera). No, el desorden de mi biblioteca no es perfecto ni buscado, sólo se trata de un orden fracasado al que derrotaron poco a poco la incesante acumulación de novedades y la pereza de su universo, para que ustedes me entiendan y que me perdone Borges el guiño a su inolvida­ble biblioteca de Babel.
Agobiados bajo excrecencias incontrolables y ramificaciones caprichosas quedan aún vesti­gios del orden primigenio, algo así como núcleos de emoción que estructuran vagamente el conjunto informe, orientando un poco las pesquisas de mi desme­moria aunque de modo reite­radamente falible. Supongo que puedo considerar como los li­bros más importantes para mí aquellos cuya ubicación no he perdido del todo, los que estoy aún seguro (¿seguro?) de que podría encontrar si quisiera, en torno a los cuales por vago pa­rentesco va cristalizando el res­to más y más indómito de la biblioteca. Puedo muy bien, por ejemplo, localizar hacia los es­tantes centrales las obras com­pletas de Robert Louis Steven-son, en la edición de veintitantos volúmenes rojos con lomo do­rado que preparó a finales del siglo pasado la casa Scribner's Sons (junto a ellos, como un minúsculo remolcador entre gran­des transatlánticos, el librito de la colección Pulga que contie­ne La isla del tesoro, donde leí por primera vez la rara historia de amistad entre Jim Hawkins y John Silver). Y sé que encon­traré cerca las múltiples advoca­ciones de Moby Dick, mi novela predilecta y el mito elemental-mente trágico —elemental por el antagonismo entre cosas na­turales y voluntad humana, no por lo primario— en torno al cual he dispuesto los símbolos de mi vida. Poseo la novela de Melville en múltiples traducciones y formatos, presididos por la gran acuñación llevada a cabo por University of Califor­nia Press, entre las que cuenta con mi especial cariño la publi­cada por el anarquista Juan Gó­mez Casas en Aguilar tras varias décadas de cárcel franquista y que quiero suponer realizada du­rante esa estancia en el vientre mismo del Leviatán.
Cuando gozaba mis diecisie­te años concebí que mi amor a la literatura brotaba de un cuá­druple principio de razón sufi­ciente: Giovanni Papini, H. G. Wells, Osear Wilde y Edgar Allan Poe. A los cuatro los sigo teniendo bien localizados en la biblioteca y en la memoria, aun­que sin duda mi amistad con el primero es la que hoy me pre­senta mayores dificultades (a los otros tres me resulta inverosí­mil concebirlos menos queridos ayer, ahora o nunca). Supongo que Papini fue el primer Borges de mi vida, o mejor un san Juan Bautista vociferante y capitidisminuido que anunciaba el ad­venimiento del Ungido por la gracia que supera la escisión en­tre literatura y filosofía. Pero Papini no es en sí mismo un autor desdeñable y aún está pre­sente en mí, sobre todo en mis intemperancias y cuando estor­nudo teológicamente... Luego llegó Borges y nada fue ya lo mismo. Emir Rodríguez Monegal cuenta su revelación del maestro con un hiperbólico "en­tonces acabó para mí la litera­tura y empezó Borges". No voy a decir tanto y sobre todo no voy a decirlo igual, aunque sin duda del descubrimiento de esa forma de leer y de decir nunca me repondré afortunadamente del todo. Hay escritores sin cuya frecuentación habría disfrutado mucho menos o sería mucho más imbécil: sin Borges habría sido otro escritor... o ninguno. Vuelvo a mis estanterías y reencuentro a los amigos segu­ros, los que no dejo que se me pierdan, la turba famosa y va­riopinta: Valle-Inclán y Lovecraft, Conan Doyle y Guiller­mo Cabrera Infante, Nabokov, Octavio Paz y Kafka, Santayana, Thomas Bernhard, Tolkien, John Dickson Carr, Leopardi, Chesterton, La muerte de Iván Illich de Tolstói, Bertrand Russell, los artículos de Larra y los sonetos de Quevedo, Spinoza... ¡Qué buen apetito, como de todo! ¡Me fastidian los remil­gados —que siempre leen con el meñique levantado como si estuvieran tomando té con la reina— y los especialistas, esos vegetarianos de la literatura! No he mencionado a Shakespeare pero ¿acaso esperan ustedes que les recuerde que como Shakespeare no hay ninguno? Ni que fuera yo Harold Bloom... Tam­bién he olvidado a Platón, Aris­tóteles y Hornero: concédanme la merced de recordarlos por mí. Y por favor, no crean que ten­go nada contra los germanos, aunque mis alemanes preferidos (Lichtemberg, Schopenhauer, Nietzsche) no les regatearan sus fraternales zarpazos.
Faltan los franceses, ¿verdad? Ahora voy a explicarlo. En mi biblioteca, los autores que es­criben en francés están todos juntos o vecinos, sea cual fuere su género, incluso a pesar de las diferencias del aprecio que les profeso. Y eso porque la impor­tancia en mi vida literaria de la lengua francesa es incompara­blemente mayor que la de cual­quiera de los escritores que la han ejercido. Leer en francés ha sido, es y será el más dulce y provechoso vicio con que disfruto: antes dejaré de leer en castellano, incluso antes dejaré de leer que prescindir de leer en lengua francesa. Digo leer, por­que nunca he tenido capacidad ni he sentido tentación de escri­bir una sola línea en otro idio­ma que el mío. No, al francés le devuelvo en castellano el pla­cer que siento paladeándolo: y gracias a leer en francés no es­cribo castellano del todo mal, es decir, como los castizos. Por lo demás, ya sé que en francés hay escritores y escritores: el pri­mero de los míos es Montaigne y el segundo Cioran; después los moralistas del Gran Siglo, Voltaire, Diderot, Rousseau y madame du Deffand. ¿Novelistas? Stendhal, Flaubert y —como única originalidad plebeya— la preferencia por Anatole France frente a Proust. Sin sorpresas en­tre los poetas: primero Baudelaire, luego Rimbaud y de postre Valéry. En el ensayo contem­poráneo tantos, tantos, como el entrañablemente limitado Albert Camus y el Sartre de los formatos reducidos a la cabe­za. Concluyo mencionando dos amistades íntimas, que en Es­paña creo que sólo comparten los bappy few: Clément Rosset y Roger Caillois.
Dejémoslo aquí: no lo he di­cho todo de todos pero ya está todo dicho. No voy a recomendar a nadie la lectura como no pretendo aconsejar la dulce y fiera práctica del coito o la de­gustación de ese amigo de los hombres, el vino. Toda pasión tiene sus peligros y sólo los idio­tas sueñan con una vida apasio­nadamente segura, como sólo los exangües buscan una segu­ridad apática. Quien no quiera mojarse que no aprenda a na­dar, ni se atreva a amar o a be­ber. Y que no lea tampoco o que sólo lea para aprender, para des­tacar, para hacerse sabio o fa­moso, es decir: para seguir sien­do idiota. El que valga para leer, leerá: en pergamino, en volu­men encuadernado en piel, en libro de bolsillo, en hoja volan­dera o en la pantalla del ordena­dor. Leerá por nada y por todo, sin objetivo y con placer, como quien respira, como quien se embriaga o enreda sus piernas en las de alguien apetecible.
Sólo eso importa, cuando la pa­sión manda. Y así he leído yo no toda mi vida pero sí en los mejores momentos de mi vida. Ahora retrocedo un paso y aca­ricio con los ojos esta sobrecar­gada biblioteca con la que vivo, en la que vivo. Es como la far­macia de un viejo alquimista, donde pueden buscarse anal­gésicos y afrodisíacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria o pesadilla y la seca agudeza descarnada que desve­la lo real. Ya es hora de volver a ella.


FERNANDO SAVATER.
Texto tomado del libro "Loor al leer".

JUAN DOMINGO ARGÜELLO.



¿Es mejor leer que escribir?

“Leer es mejor que vivir", "si no pudiera leer, me moriría", "leer es como respirar", "leer es necesario, vivir no es necesario", "los libros son mejores que la vida", "los libros (y también los perros) son mejores que las personas", etcétera. Hay miles de frases para todo, y aun frases, aparentemente nobles e insignes, con las que se puede justificar lo que sea. (No nos engañemos: que estén reputadas como no­bles e insignes, no quiere decir forzosamente que sean un dechado de inteligencia, pues pueden ser incluso obtusas y aberrantes.)
Frases "edificantes". Las hemos leído o escuchado más de una vez. Su propósito declarado es obvio: decirnos cuánto desperdicio puede tener la vida si en ella no están presentes los libros. Pero, en un exceso dogmático, cierto celo cultural parecido al más elemental fanatismo lleva a mayores extremos este propósito en personas incluso inteligentes que, enfática pero también torpemente, aseguran que la vida no sólo es triste, gris y absurda sin los libros, sino que los libros siempre serán mejores que la triste, gris y absurda existencia.
Se trata de un razonamiento por lo menos ingenuo cuando no obtuso. Como es obvio, sin vida no hay libros. Los libros los escriben y los leen los vivos, y aun en los mejores extremos culturales, leer libros no es el propósito de la existencia, como tampoco lo es escalar la mon­taña más alta (para un alpinista) o romper el récord mundial de cien metros planos (para un atleta especializado en la velocidad). Se supone que esos logros les dan satisfacción, alegrías y aun —si esto es posible decirlo— felicidad, pero ni leer libros ni escalar montañas ni ser los co­rredores más veloces constituyen el fin mismo de la existencia; esos son los satisfactores que le dan sentido a la vida o, si se quiere, un es­pecial sentido. Son placeres y, ya sabemos, que los placeres, cuando lo son, nos llevan a reincidir en ellos, a repetirlos, a disfrutarlos una y otra vez sin disgusto: así el alpinista, así el atleta, así el lector. En su Pequeño tratado de las grandes virtudes, con la sabiduría y la sensatez que le carac­terizan, André Comte-Sponville se pregunta, y nos pregunta: "¿Cómo podría un libro hacer las veces de la vida?"
Quizá esta falacia de que la lectura, o sea la ficción, es mejor que la vida, nos viene de una confusión histórica absolutamente occidental. A decir del gran pensador español Ramón Gaya, Occidente se ha em­peñado en ignorar algo que Oriente ha sabido desde el principio: que el arte y la vida no son dos cosas, sino una; que el arte no es otra cosa que la vida y que, en este sentido, pensar que los libros son mejores que la existencia (un fragmento que está incluido en el todo) es una sandez tan desmesurada que no admite siquiera la más cordial de las discusiones.
Mucha gente confundida por los charlatanes esteticistas de la cultura repite con ellos que la obra de arte, y dentro de ella los libros, es un fin en sí misma; que tiene vida autónoma sin más. Pero Gaya mis­mo ya lo dijo, a propósito de Rimbaud: "fue un artista excesivo, genial si se quiere, pero pequeño, y creyó en lo que creen los artistas peque­ños: creyó en el arte como un fin, y una creencia que equivoca su objeto se defrauda". Para Gaya, el arte no es un fin sino un tránsito, en todo caso un medio para aspirar a sentir a plenitud la existencia, no para, cándidamente, sustituirla. Esta infeliz y ridícula creencia de que el arte, los libros, la lectura, son mejores que la vida no proviene en todo caso de los espíritus elementales y sinceros, sino de aquellos cultos que, con arrogancia e ignorancia (la arrogancia que les da el ser "cultos"; la igno­rancia que les da la soberbia de "saber") formulan cosas incomprensibles y absurdas que ellos mismos llegan a confundir con la inteligencia.
El libro y la lectura jamás serán un fin, siempre serán un medio, un instrumento, y la vida hace uso de ellos para al menos soñar que se pueden alcanzar mayores intensidades espirituales e intelectuales. Del mismo modo que se digieren los alimentos, para convertirlos en ener­gía vital, los libros sólo tienen sentido si conseguimos que sean com­bustible vital. Por ello, no se equivocaba el escritor argentino Noéjitrik cuando, en su libro La lectura como actividad, planteaba esta certidum­bre que tiene la potencia de un aforismo: "Leer es transformar lo que se lee". Y, aun así, la vida no se reduce a leer. Por ello, quien afirme que los libros son mejores que la vida, además de estar diciendo un dis­parate lo que quiere significar, y esto es obvio aunque por supuesto no lo declare ni mucho menos lo acepte, es que su vida, no la vida en ge­neral sino tan sólo la suya propia (y nada más), es triste, desabrida, au­sente de entusiasmo, prosaica, estéril, vacía, etcétera. ("Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos", diría, agudamente, Fernando Pessoa.) Y todas estas enfermedades de una existencia así no se curan con libros, sino que incluso, tal vez, los libros tiendan a agravarlas.
Pablo Neruda, que sin duda amaba los libros, dice, maravillosa­mente, en una de las odas que escribió para celebrar este extraordinario medio de transmisión cultural y de gozo: "Libro, cuando te cierro/ abro la vida", con lo cual confronta esa insensata y ridícula idea de que los libros son mejores que la vida. Y añade no menos extraordinaria­mente, a favor de esta certeza: "Amo los libros/ exploradores, / libros con bosque o nieve,/ profundidad o cielo,/ pero/ odio/ el libro araña/ en donde el pensamiento/ fue disponiendo alambre venenoso/ para que allí se enrede/ la juvenil y circundante mosca".
Versos más adelante, como reacción ante lo que podría ser la fa­tua erudición o la estéril sabiduría de quienes sólo saben de libros y de artificios, pero muy poco de la existencia, Pablo Neruda canta: "Libro, déjame libre./ Yo no quiero ir vestido/ de volumen,/ yo no vengo de un tomo,/ mis poemas/ no han comido poemas,/ devoran/ apasio­nados acontecimientos,/ se nutren de intemperie,/ extraen alimento/ de la tierra y los hombres./ Libro, déjame andar por los caminos/ con polvo en los zapatos/ y sin mitología:/ vuelve a tu biblioteca,/ yo me voy por las calles".
Nunca el arte, nunca la literatura, nunca los libros, nunca la lec­tura son un fin en sí mismos. Plantearlos como un fin es desembocar en una noción abstracta y espiritualmente estéril. Hay quienes dicen, y además lo creen, que hay que vivir para el arte, para la cultura, para la literatura, para los libros, para la patria (nociones de sumo abstrac­tas), y ostentan también que todas estas ocupaciones son de tal modo exigentes que absorben por completo su existencia y que ellos, gustosamente, se entregan, se sacrifican sin oponer resistencia a esa demanda suprema, porque lo más importante, insisten, es el arte en sí, la cultura en sí, la literatura en sí, la patria en sí.
Pero aun el contradictorio y a veces impredecible Witold Gombrowicz nos advierte lo siguiente, con extrema lucidez: "Tanto el arte como la patria en sí significan bien poco. Significan muchísimo cuando a través de ellos el hombre se une a los valores esenciales y más pro­fundos de la existencia". Es decir, significan mucho cuando nos ayudan a vivir mejor. Más aún: Gombrowicz abogaba porque el arte no fuese nada más una simple ficción y una pomposa ceremonia, sino una ver­dadera coexistencia del hombre con el hombre, y recomendaba: "Si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa". Esto mismo deberíamos hacer, a cada momento, como lectores: verificar si lo que leemos en­riquece nuestra vida y si realmente nos interesa, o si solamente leemos para decir, para presumir que ya leímos otro libro.
Y esto deberíamos hacerlo aun en el caso de algunas de las lla­madas "obras maestras". Para Gombrowicz, sólo la superstición cultural y los mitos creados por la ceguera esteticista nos pueden llevar a no ad­vertir que existen los libros perfectos pero vacíos; libros que son modelos de abstracción, del arte por el arte, escritos por grandes estetas, pero estériles, ausentes de profundidad humana. Son esos libros que, pese a su reputación de "grandeza", "maestría" o "perfección", nos resultan leja­nos, inaccesibles y fríos, "puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción".
Por lo demás, el que cree que sólo puede ser feliz cuando se in­troduce en una fantasía, en una ficción o en las páginas de una emo­ción ajena (por muy extraordinarias que éstas sean), es probable que habite en una gran mentira sobre la existencia. Nadie le va a negar, por supuesto, su derecho a decir y a creer que sólo en los libros encuentra la felicidad o la alegría, pero lo que no puede ignorar es que los libros, aun los más extraordinarios, no son otra cosa que parte de la vida; de ahí la absoluta contradicción, incoherencia e incongruencia de una convicción tan necia o por lo menos tan candida.
Aun en el caso de la escritura, tampoco los libros son mejores que la vida, incluso tratándose de la vida de escritores que, aparentemente, pero sólo aparentemente, viven o vivieron "para escribir". Otra vez la disyuntiva se torna falacia, producto de la mistificación con la que acaba engañándose el propio escritor. Un periodista le pregunta, por ejemplo, a un redactor cualquiera: "¿Podría usted dejar de escri­bir?" Y él responde, con otra pregunta, entre irónica, autocomplaciente y falsamente indignada: "¿Puedo acaso dejar de respirar?", dejando asentado, con ello —autosuficiente y vanidoso— que, para él, vivir y escribir son la misma cosa y que, en la hipótesis que plantea la pregunta del entrevistador, dejar de escribir equivale a dejar de vivir. (Si el re­dactor fuese realmente inteligente, en lugar de querer pasar por agu­do, tendría que saber que no el dejar de escribir sino el cese de ciertas funciones fisiológicas, algunas de ellas por cierto muy prosaicas, es lo único que lo podría conducir realmente a la muerte.)
Muy distinta, en cambio, fue la respuesta de Julio Cortázar, cuan­do una investigadora literaria le formuló la siguiente pregunta: "¿Pue­des escoger entre esta dos frases para describir a Cortázar: Vivir es escribir o escribir es vivir?" De inmediato, el autor de Rajuela respondió convencido:
Vivir es escribir, desde luego no. En cuanto a escribir es vivir es en parte exacto, pero sólo en parte. Escribir es vivir una parte de la vida, en mi caso una parte muy importante, probablemente la más importante, pero no es toda la vida. Yo no formo parte de ese tipo de escritores cuya vocación los mete en la escritura y todo el resto no tiene importancia. [...] Paso largas temporadas sin escribir nada y no me siento peor por eso; hago otras cosas.
Si le preguntáramos al alpinista qué es lo que lo hace más feliz en la vida, probablemente dirá que enfrentar y vencer el reto de escalar el monte más alto. Si se lo preguntáramos al atleta especializado en la velocidad, tal vez responda que batir el record mundial de los 9.76 segundos en los cien metros planos. Esta misma pregunta hecha a un lec­tor, tal vez propicie la respuesta de que leer y releer los libros que lo apasionan es lo que más felicidad le entrega en la vida.
Pero convengamos en que, a menos que seamos sofistas, esto es retóricos, embaucadores, manipuladores y torcedores del significa­do del lenguaje, ni escalar ni correr ni leer, por mucha satisfacción que nos den, sustituyen a la vida (es decir, a todo lo que tiene la vida), sino que son elementos fundamentales de nuestras vidas para que alcance­mos la quizá siempre efímera felicidad. Amamos la vida y nos sentimos contentos de estar vivos porque podemos escalar, correr y leer, y porque podemos también caminar, pintar, cantar, bailar, tocar un instrumen­to musical, etcétera. Parece obvio que, sin la vida, nada tiene sentido; ni siquiera los libros, por supuesto.

JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Texto tomado de su libro "Antimanual para promotores de lectura".

OCTAVIO PAZ.


POESÍA Y POEMA

… La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, res­piración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimen­tan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conju­ro, magia. Sublimación, compensación, condensación del in­consciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia, sentimiento, emoción, intui­ción, pensamiento no-dirigido. Hija del azar; fruto del cálcu­lo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo. Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una copia de la Idea. Lo­cura, éxtasis, logos. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión. Experiencia innata. Visión, música, sím­bolo. Analogía: el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino correspon­dencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral, ejemplo, revelación, danza, diálogo, monólogo. Voz del pue­blo, lengua de los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, os­tenta todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno: el poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!
¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta que las justifica y que al encarnarlas les da vida? Ex­presiones de algo vivido y padecido, no tenemos más remedio que adherirnos a ellas —condenados a abandonar la primera por la segunda y a ésta por la siguiente. Su misma autenti­cidad muestra que la experiencia que justifica a cada uno de estos conceptos, los trasciende. Habrá, pues, que interrogar a los testimonios directos de la experiencia poética. La unidadde la poesía no puede ser asida sino a través del trato desnudo y personal con el poema.
Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no con­fundimos arbitrariamente poesía y poema? Ya Aristóteles decía que "nada hay de común, excepto la métrica, entre Hornero y Empédocles; y por esto con justicia se llama poeta al primero y fisiólogo al segundo". Y así es: no todo poema —o para ser exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro— contiene poesía. Pero esas obras métricas ¿son verdaderos poemas o artefactos artísticos, didácticos o retó­ricos? Un soneto no es un poema, sino una forma literaria, excepto cuando ese mecanismo retórico —estrofas, metros y rimas— ha sido tocado por la poesía. En contra de lo que pensaba Juan de Mairena, hay máquinas de rimar pero no de poetizar. Por otra parte, hay poesía sin poemas; paisajes, per­sonas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas. Pues bien, cuando la poesía se da como una condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias aje­nas a la voluntad creadora del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando —pasivo o activo, despierto o sonámbulo— el poeta es el hilo conductor y transformador de la corriente poética, estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra. Un poema es una obra. La poesía se polariza, se congrega y aísla en un producto humano: cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aísla y revela plenamente. Así pues, es lícito preguntar al poema por el ser de la poesía si deja de concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier contenido. El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poe­sía y el hombre. Poema es un organismo verbal que contiene, suscita o segrega poesía.

OCTAVIO PAZ.
Tomado de su libro "El arco y la lira".

RICARDO PIGLIA.


¿Qué es un lector?

Hay una foto donde se ve a Borges que intenta desci­frar las letras de un libro que tiene pegado a la cara. Está en una de las galerías altas de la Biblioteca Nacional de la calle México, en cuclillas, la mirada contra la página abierta.
Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podemos imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar. Esta podría ser la pri­mera imagen del último lector, el que ha pasado la vida le­yendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara. «Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven.»
Hay otros casos, y Borges los ha recordado como si fueran sus antepasados (Mármol, Groussac, Milton). Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe con­fusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor.
«El Aleph», el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo se desordena y se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta dinámica del ver y el descifrar. Los signos en la página, casi invisibles, se abren universos múltiples. En Borges la lectura es un arte de la distancia y de la escala.
Kafka veía la literatura del mismo modo. En una carta a Felice Bauer, define así la lectura de su primer libro: «Realmente hay en él un incurable desorden, y es preciso acercarse mucho para ver algo» (la cursiva es mía).
Primera cuestión: la lectura es un arte de la microsco­pía, de la perspectiva y del espacio (no sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física.
Joyce también sabía ver mundos múltiples en el mapa mínimo del lenguaje. En una foto, se lo ve vestido como un dandy, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento.
El Finnegans Wake es un laboratorio que somete la lectura a su prueba más extrema. A medida que uno se acerca, esas líneas borrosas se convierten en letras y las le­tras se enciman y se mezclan, las palabras se transmutan, cambian, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre en expansión. Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria.
La primera representación espacial de este tipo de lec­tura ya está en Cervantes, bajo la forma de los papeles que levantaba de la calle. Ésa es la situación inicial de la no­vela, su presupuesto diríamos mejor. «Leía incluso los pa­peles rotos que encontraba en la calle», se dice en el Quijo­te.
Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la im­prenta ha empezado a difundir poco tiempo antes); en el tumulto de la ciudad se detiene a levantar papeles tiradosen la calle, quiere leerlos.
Sólo que ahora, dice Joyce en el Finnegans Wake —es decir en el otro extremo del arco imaginario que se abre con Don Quijote—, estos papeles rotos están perdidos en un basurero, picoteados por una gallina que escarba. Las pala­bras se mezclan, se embarran, son letras corridas, pero legi­bles todavía. Ya sabemos que el Finnegans es una carta ex­traviada en un basural, un «tumulto de borrones y de manchas, de gritos y retorcimientos y fragmentos yuxtapuestos». Shaum, el que lee y descifra en el texto de Joyce, está condenado a «escarbar por siempre jamás hasta que se le hunda la mollera y se le pierda la cabeza, el texto está destinado a ese lector ideal que sufre un insomnio ideal» (by that ideal reader sufferingfrom an ideal insomnia).
El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lec­tor insomne, el que está siempre despierto, son representa­ciones extremas de lo que significa leer un texto, personifi­caciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida.
Muchas veces los textos han convertido al lector en un héroe trágico (y la tragedia tiene mucho que ver con leer mal), un empecinado que pierde la razón porque no quiere capitular en su intento de encontrar el sentido. Hay una larga relación entre droga y escritura, pero pocos rastros de una posible relación entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de Arlt, de Flaubert) donde la lectura se convierte en una adicción que distorsiona la realidad, una enfermedad y un mal.
Se trata siempre del relato de una excepción, de un caso límite. En la literatura el que lee está lejos de ser una figura normalizada y pacífica (de lo contrario no se narra­ría); aparece más bien como un lector extremo, siempre apasionado y compulsivo. (En «El Aleph» todo el universo es un pretexto para leer las cartas obscenas de Beatriz Viterbo.)
Rastrear el modo en que está representada la figura del lector en la literatura supone trabajar con casos especí­ficos, historias particulares que cristalizan redes y mundos posibles.
Detengámonos, por ejemplo, en la escena en la que el Cónsul, en el final de Under the Volcano, la novela de Malcolm Lowry, lee unas cartas en El Farolito, la cantina de Parián, en México, a la sombra de Popocatépetl y del Iztaccíhuatl. Estamos en el último capítulo del libro y en un sentido el Cónsul ha ido hasta allí para encontrar lo que ha perdido. Son las cartas que Yvonne, su ex mujer, le ha escri­to en esos meses de ausencia y que el Cónsul ha olvidado en el bar, meses atrás, borracho. Se trata de uno de los motivos centrales de la novela; la intriga oculta que sostiene la tra­ma, las cartas extraviadas que han llegado sin embargo a destino. Cuando las ve, comprende que sólo podían estar allí y en ningún otro lado, y al final va a morir por ellas.
El Cónsul bebió un poco más de mezcal…«Es este silencio lo que me aterra... este silencio...»El Cónsul releyó varias veces esta frase, la misma fra­se, la misma carta, todas las letras, vanas como las quellegan al puerto a bordo de un barco y van dirigidas a al­guien que quedó sepultado en el mar, y como tenía ciertadificultad para fijar la vista, las palabras se volvían borro­sas, desarticuladas y su propio nombre le salía al encuentro; pero el mezcal había vuelto a ponerlo en contactocon su situación hasta el punto de que no necesitabacomprender ahora significado alguno en las palabras,aparte de la abyecta confirmación de su propia perdición…

En el universo de la novela las viejas cartas se entien­den y se descifran por el relato mismo; más que un senti­do, producen una experiencia y, a la vez, sólo la experien­cia permite descifrarlas. No se trata de interpretar (porque ya se sabe todo), sino de revivir. La novela -es decir, la ex­periencia del Cónsul- es el contexto y el comentario de lo que se lee. Las palabras le conciernen personalmente, como una suerte de profecía realizada.
En el exceso, algo de la verdad de la práctica de la lec­tura se deja ver; su revés, su zona secreta: los usos desvia­dos, la lectura fuera de lugar. Tal vez el ejemplo más níti­do de este modo de leer esté en el sueño (en los libros que se leen en los sueños).
Richard Ellman en un momento de su biografía mues­tra a Joyce muy interesado por esas cuestiones. «Dime, Bird, le dijo a William Bird, un frecuente compañero de aquellos días, ¿has soñado alguna vez que estabas leyendo? Muy a menudo, dijo Bird. Dime pues, ¿a qué velocidad lees en tus sueños?»
Hay una relación entre la lectura y lo real, pero tam­bién hay una relación entre la lectura y los sueños, y en ese doble vínculo la novela ha tramado su historia.
Digamos mejor que la novela -con Joyce y Cervantes en primer lugar- busca sus temas en la realidad, pero en­cuentra en los sueños un modo de leer. Esta lectura noctur­na define un tipo particular de lector, el visionario, el que lee para saber cómo vivir. Desde luego, el Astrólogo de Arlt es una figura extrema de este tipo de lector. Y también Erdosain, su doble melancólico y suicida, que lee en un diario la noticia de un crimen y la repite luego al matar a la Bizca.
En este registro imaginario y casi onírico de los mo­dos de leer, con sus tácticas y sus desviaciones, con sus modulaciones y sus cambios de ritmo, se produce además un desplazamiento, que es una muestra de la forma espe­cífica que tiene la literatura de narrar las relaciones socia­les. La experiencia está siempre localizada y situada, se concentra en una escena específica, nunca es abstracta.
Habría en este sentido dos caminos. Por un lado, se­guir al lector, visto siempre al sesgo, casi como un detalle al margen, en ciertas escenas que condensan y fijan una historia muy fluida. Por otro lado, seguir el registro imagi­nario de la práctica misma y sus efectos, una suerte de his­toria invisible de los modos de leer, con sus ruinas y sus huellas, su economía y sus condiciones materiales.
De hecho, al fijar las escenas de lectura, la literatura individualiza y designa al que lee, lo hace ver en un con­texto preciso, lo nombra. Y el nombre propio es un acon­tecimiento porque el lector tiende a ser anónimo e invisi­ble. Por de pronto, el nombre asociado a la lectura remite a la cita, a la traducción, a la copia, a los distintos modos de escribir una lectura, de hacer visible que se ha leído (el crítico sería, en este sentido, la figuración oficial de este tipo de lector, pero por supuesto no el único ni el más in­teresante). Se trata de un tráfico paralelo al de las citas: una figura aparece nombrada, o mejor, es citada. Se hace ver una situación de lectura, con sus relaciones de propie­dad y sus modos de apropiación.
Buscamos, entonces, las figuraciones del lector en la li­teratura; esto es, las representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción. Intentamos una historia imaginaria de los lectores y no una historia de la lectura. No nos preguntare­mos tanto qué es leer, sino quién es el que lee (dónde está leyendo, para qué, en qué condiciones, cuál es su historia).
Llamaría a ese tipo de representación una lección de lectura, si se me permite variar el título del texto clásico de
Lévi-Strauss e imaginar la posición del antropólogo que recibe la descripción de un informante sobre una cultura que desconoce. Esas escenas serían, entonces, como pe­queños informes del estado de una sociedad imaginaria -la sociedad de los lectores- que siempre parece a punto de entrar en extinción o cuya extinción, en todo caso, se anuncia desde siempre.
El primero que entre nosotros pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández. Macedonio as­piraba a que su Museo de la novela de la Eterna, fuera «la obra en que el lector será por fin leído». Y se propuso establecer una clasificación: series, tipologías, clases y casos de lecto­res. Una suerte de zoología o de botánica irreal que localiza géneros y especies de lectores en la selva de la literatura.
Para poder definir al lector, diría Macedonio, primero hay que saber encontrarlo. Es decir, nombrarlo, indivi­dualizarlo, contar su historia. La literatura hace eso: le da, al lector, un nombre y una historia, lo sustrae de la prácti­ca múltiple y anónima, lo hace visible en un contexto pre­ciso, lo integra en una narración particular.
La pregunta «qué es un lector» es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia. Y su res­puesta —para beneficio de todos nosotros, lectores imper­fectos pero reales— es un relato: inquietante, singular y siempre distinto.


RICARDO PIGLIA.
Tomado de su texto "El último lector".

lunes, 16 de noviembre de 2009

LUIS BLANCO VILA.

Cansancio de la razón.

Durante más de tres siglos, desde que sir Francis Bacon, vizconde de Saint Albans, barón de Verulam, anunciara, a finales del XVI, que la inteligencia hu­mana podría abarcar el conocimiento total y definiti­vo del mundo en un plazo razonable —afirmación que trataría de describir en su utopía de 1627 la novela No­va Atlantis, la real posibilidad de un estado científicamen­te organizado y perfecto—, el hombre estuvo soñando en esa posibilidad, hasta que se dio cuenta de que, como diría David Herbert Lawrence, "cuantos más miste­rios desentrañes, más misterios encontrarás".
Tres siglos después, digo, de la afirmación/prome­sa de Bacon, el hombre, el intelectual, decidió echar esa esperanza por la borda y reclamar para él más vida y menos explicaciones de la vida. Surge así eso que D'Ors llama el espíritu fin-de-siglo, mezcla de desen­canto y de cinismo, negación de la confianza en la ra­zón, incluso autocomplacencia en la duda y en la cri­sis de los valores que durante tanto tiempo se habían tenido por seguros.
La repercusión sobre el arte y la literatura se mide en fórmulas de vida rescatada. No hay valores esta­bles, no hay dogmas, nada es de acuerdo con los cá­nones antes venerados, lo estético no tiene nada que ver con lo moral, el arte es libérrimo, la escritura -como el pensamiento- no delinque.
Pero al fondo el problema de la existencia sigue in­tacto, sin resolver. Al fin y al cabo, la libertad, la bon­dad, la belleza, la honradez o la maldad no son más que atributos de la existencia; nadie es nada adjetivo sin el sustantivo del ser.
La diferencia entre ser y estar, entre esencia y existen­cia acaba resumiéndose en ser y estar al tiempo, verbosque pueden o no tener sentido en sí mismos o en ra­zón de sus fines, si son algo más que una apetenciainstintiva.
La literatura no hará más que poner de relieve to­dos estos vaivenes en forma de reflexión de la mente humana. También los frutos de esa rebeldía instintiva, de sus pasiones, de sus decepciones y de su decaden­cia camino de la desaparición. Pero con una diferen­cia con respecto a los siglos anteriores: como el arte —y la literatura lo es— carece de trabas morales, no tie­ne por qué aceptar tabúes, prohibiciones, censuras... Todo lo humano, decía San Agustín, me atañe. Los escritores, a partir de la rebeldía de los "malditos" y, sobre todo, después de la crisis del fin del siglo XIX, que se resolverá traumáticamente con el estallido y la desolación de la Primera Gran Guerra, integran todo lo humano en la realidad de los sufrimientos o las ale­grías del hombre. Nada es necesariamente obsceno o asqueroso si pertenece a alguna de las facetas del hombre; rechazar la sexualidad, la maldad, la crueldad, el odio, las aberraciones de todo tipo, eso no le corresponde al escritor, sino al moralista o al juez, si se convierte en delito. El escritor es capaz de encon­trar belleza en la decepción, en el odio, en la perver­sión... El hombre no es sólo el ángel, sino también el asesino y el violador. Baudelaire nos dijo que en la carroña hay una fuente de hermosura verbal.

Luis Blanco Vila.
Texto tomado de su libro "La literatura contada con sencillez".

UMBERTO ECO.


Sobre algunas funciones de la literatura.

Cuenta la leyenda (y si no es verdadera, es una buena ocurrencia), en cierta ocasión Stalin preguntó cuántos regimientos tenía el Papa. Lo que sucedió en los años siguientes nos ha demostrado, desde luego, que los regimientos son importantes en determinadas circunstancias, pero no lo son todo. Hay poderes inmateriales, que no se pueden evaluar a peso, pero que de alguna manera pesan.
Estamos rodeados de poderes inmateriales, que no se limitan a los que denominamos valores espirituales, como puede ser una doctrina religiosa. Es un poder inmaterial también el de las raíces cuadradas, cuya ley severa sobrevive a los siglos y a los decretos, no sólo de Stalin, sino incluso del Papa. Y entre estos poderes yo incluiría también el de la tradición literaria, es decir, el de ese conjunto de textos que la humanidad ha producido y produce no con finalidades prácticas (como llevar registros, anotar leyes y fórmu­las científicas, redactar actas de sesiones o disponer horarios ferroviarios sino más bien gratia sui, por amor de sí mismos; textos, además, que se leen por deleite, elevación espiritual, ampliación de conocimientos, incluso por puro ocio, sin que nadie nos obli­gue a hacerlo (si prescindimos de las obligaciones escolares).
Es verdad que los objetos literarios son inmateriales sólo a medias, porque se encarnan en vehículos que suelen ser cartáceos. Pero antaño se encarnaban en la voz de quien recordaba una tra­dición oral, o en una piedra, y hoy discutimos del futuro de los libros electrónicos, los e-books, que deberían permitirnos leer tanto una recolección de chistes como la Divina Comedia en una pantalla de cristal líquido. Aviso enseguida que no pienso demo­rarme aquí en la vexata quaestio del libro electrónico. Yo pertenez­co, naturalmente, a los que prefieren leer una novela o un poema en un volumen cartáceo y siempre me acordaré de las señales que tenía el libro o incluso de lo manoseado que estaba. Pero me dicen que existe una generación digital de hackers que, no habien­do leído un libro en su vida, ahora con el libro electrónico se han acercado y saboreado por primera vez el Quijote. Tanto mejor para su mente y tanto peor para su vista. Si las generaciones futuras consiguen tener una buena relación, psicológica y física, con el libro electrónico, el poder del Quijote no cambiará.
¿Para qué sirve ese bien inmaterial que es la literatura? Bastaría con responder, como ya he hecho, que es un bien que se consume gratia sui y, por lo tanto, no tiene que servir para nada. Pero una visión tan desencarnada del placer literario corre el ries­go de reducir la literatura a jogging o a mera práctica de crucigra­mas; actividades, por lo demás, que sirven para algo, ya sea para la salud del cuerpo, ya sea para la educación léxica. De lo que pre­tendo hablar es, por lo tanto, de una serie de funciones que la lite­ratura desempeña en nuestra vida individual y en la vida social.
La literatura, ante todo, mantiene en ejercicio a la lengua como patrimonio colectivo. La lengua, por definición, va donde quiere ella: ningún decreto desde arriba, ni por parte de la política ni por parte del mundo académico, puede detener su camino y hacer que se desvíe hacia situaciones que se pretenden óptimas. En Italia, por ejemplo, el fascismo se esforzó en hacer que dijéramos "mescita" en lugar de "bar", "coda di gallo" en lugar de "cock­tail", "rete" en lugar de "goal", "auto pubblica" en vez de "taxi", y la lengua no le hizo caso. Luego sugirió una monstruosidad léxica, un arcaísmo inaceptable como "autista" en vez de "chauffeur", y la lengua lo aceptó. Quizá porque evitaba un sonido que el italiano no conoce. Es verdad que ha mantenido taxi, pero gra­dualmente, por lo menos en la lengua hablada, ha ido convir­tiéndolo en “tassì”.
La lengua va donde quiere ir, pero es sensible a las sugerencias de la literatura. Sin Dante no habría habido un italiano uni­ficado. Cuando Dante, en De vulgari eloquentia, analiza y condena los distintos dialectos italianos y se propone forjar un nuevo vul­gar ilustre, nadie habría apostado por tamaño acto de soberbia; y aun así, con la Divina Comedia, gana su partida. Es verdad que el vulgar dantesco tardó algunos siglos en convertirse en lengua hablada por todos, pero si lo consiguió fue porque la comunidad de los que creían en la literatura siguió inspirándose en ese modelo. Y si no hubiera existido ese modelo, quizá ni siquiera se habría abierto paso la idea de una unidad política. Quizá por eso Umberto Bossi no habla un vulgar ilustre.
Veinte fascistas años de colinas fatales, destinos inmarcesibles, acontecimientos imprescindibles y arados que trazan el surco no dejaron, al final, huella alguna en el italiano corriente, mientras que ciertas osadías de la prosa futurista, en su época inaceptables, dejaron muchas más. Y si alguien, hoy, se queja del triunfo de un italiano medio que se ha difundido a través de la televisión, no olvidemos que la exhortación a un italiano medio, en su forma más noble, pasó a través de la prosa llana y aceptable de Alessandro Manzoni y, posteriormente, de ítalo Svevo o de Alberto Moravia.
La literatura, al contribuir a formar la lengua, crea identidad y comunidad. Acabo de hablar de Dante, pero pensemos en qué habría sido la civilización griega sin Homero, la identidad alemana sin la traducción de la Biblia hecha por Lutero, la lengua rusa sin Pushkin, la civilización india sin sus poemas de fundación.
Pero la práctica literaria mantiene también en ejercicio nues­tra lengua individual. Hoy en día muchos deploran el nacimien­to de un lenguaje neotelegráfico que se está imponiendo a tra­vés del correo electrónico y de los mensajes en los teléfonos móviles, donde se dice "te quiero" incluso con una sola sigla; pero no olvidemos que los jóvenes que envían los mensajes con esta nueva estenografía resultan ser, por lo menos en parte, los mismos que abarrotan esas nuevas catedrales del libro que son las grandes librerías de muchos pisos, y que, aun sólo hojeando sin comprar, entran en contacto con estilos literarios cultos y elabo­rados, a los cuales ni sus padres, y aún menos sus abuelos, habían estado expuestos.
Podemos decir que, aun constituyendo una mayoría con res­pecto a los lectores de las generaciones precedentes, estos jóvenes son una minoría con respecto a los seis mil millones de habitan­tes del planeta; y desde luego no soy tan idealista como para pen­sar que a inmensas multitudes que carecen de pan y medicinas les pueda ser de algún alivio la literatura. Pero hay una observación que quisiera hacer: esos desgraciados que se unen en bandas sin finalidad alguna, que matan tirando piedras a las autopistas desde los puentes o prenden fuego a una niña, quienesquiera que sean, no se convierten en tales porque han sido corrompidos por la newspeak del ordenador (no tienen acceso ni al ordenador), sino porque están excluidos del universo del libro y de aquellos lugares donde, a través de la educación y la discusión, llegarían a ellos reflejos de un mundo de valores que llega de y remite a libros.
La lectura de las obras literarias nos obliga a un ejercicio de fide­lidad y de respeto en el marco de la libertad de la interpretación. Hay una peligrosa herejía crítica, típica de nuestros días, según la cual podemos hacer lo que queramos de una obra literaria, leyen­do en ella todo lo que nuestros más incontrolables impulsos nos
sugieren. No es verdad. Las obras literarias nos invitan a la libertad de la interpretación, porque nos proponen un discurso con mu­chos niveles de lectura y nos ponen ante las ambigüedades del lenguaje y de la vida. Pero, para poder jugar a ese juego, por el cual cada generación lee las obras literarias de manera distinta, hay que estar movidos por un profundo respeto hacia lo que, en otras obras, he denominado la intención del texto.
Nosotros solemos creer que el mundo es un libro "cerrado" que permite una sola lectura, porque si hay una ley que gobierna la gravitación planetaria, o es la ley justa o es la equivocada; con res­pecto al mundo, el universo de un libro nos parece un mundo abierto. Ahora bien, intentemos acercarnos con sentido común a una obra narrativa y comparemos las proposiciones que podemos enunciar al respecto con las que pronunciarnos con respecto al mundo. Del mundo, decimos que las leyes de gravitación univer­sal son las que enunció Newton, o que es verdad que Napoleón murió en Santa Elena el 5 de mayo de 1821.Y, aun así, si tenemos la mente abierta, estaremos siempre dispuestos a revisar nuestras convicciones, el día en que la ciencia enuncie una formulación distinta de las grandes leyes cósmicas, o el día en que un historia­dor encuentre documentos inéditos que prueben que Napoleón murió en una barca bonapartista mientras intentaba la fuga. En cambio, con respecto al mundo de los libros, proposiciones como Sherlock Holmes era soltero, Caperudta Roja es devorada por el lobo pero luego es liberada por el cazador, Ana Karenina se mata, seguirán siendo verdaderas toda la eternidad y jamás podrán ser refutadas por nadie. Hay personas que niegan que Jesús fuera el hijo de Dios; otras lle­gan incluso a cuestionar su existencia histórica; otros sostienen que os el Camino, la Verdad y la Vida; otros más consideran que el Mesías todavía tiene que llegar; y nosotros, pensemos lo que pensemos, tra­tamos con respeto todas estas opiniones. Pero nadie tratará con res­peto al que afirme que Hamlet se casó con Ofelia o que Superman no es Clark Kent.
Los textos literarios no sólo nos dicen explícitamente lo que nunca más podremos poner en duda, sino que, a diferencia del mundo, nos señalan con soberana autoridad lo que en ellos hay que asumir como relevante y lo que no podemos tomar como punto de partida para libres interpretaciones.
Al final del capítulo 35 de Rojo y negro se nos dice que Julien Sorel va a la iglesia y dispara a Madame de Renal. Después de haber observado que su brazo temblaba, Stendhal nos dice que Julien dispara una primera bala y no le da a su víctima, luego dis­para una segunda y la señora cae. Ahora imaginemos que soste­nemos que el brazo que temblaba, y el hecho de que el primer disparo no diera en el blanco, demuestran que Julien no había ido a la iglesia con un firme propósito homicida, sino arrastrado por un desordenado impulso pasional. A esta interpretación se le pue­den oponer otras, como que Julien tenía desde el principio la in­tención de matar, pero era un cobarde. El texto autoriza ambas interpretaciones.
Se da el caso de que alguien se ha preguntado dónde fue a parar la primera bala. Interesante pregunta para los devotos de Stendhal. Así como los devotos de Joyce van a Dublín a buscar la farmacia donde Bloom habría comprado una pastilla de jabón con forma de limón (y para complacer a esos peregrinos, esta far­macia, que existe de veras, se ha puesto a producir de nuevo ese tipo de pastillas de jabón), se puede imaginar a devotos de Stendhal que intentan localizar en este mundo tanto Verriéres como la iglesia, explorando todas las columnas para encontrar en alguna el agujero que produjo la bala. Se trataría de un episodio de fanship, bastante divertido.
Pero supongamos ahora que un crítico quiera basar toda su interpretación de la novela en el destino de esa bala perdida. Con los tiempos que corren no resulta inverosímil, entre otras cosas porque ha habido quien ha basado toda la lectura de la Carta roba­da de Poe en la posición de la carta con respecto a la chimenea. Ahora bien, si Poe hace explícitamente pertinente la posición de esa carta, Stendhal nos dice que de esa primera bala no se sabe nada más y, por lo tanto, la excluye incluso de la lista de las enti­dades ficticias. Si permanecemos fieles al texto stendhaliano, esa bala está definitivamente perdida, y es narrativamente irrelevante dónde puede haber ido a parar. En cambio, lo que no se dice en Ármame sobre la posible impotencia del protagonista empuja al lector a plantearse frenéticas hipótesis para completar lo que el re­lato calla; en Los novios una frase como "la desventurada respon­dió" no dice hasta qué punto se empujó Gertrude en su pecado con Egidio, pero el halo hosco de las hipótesis que induce en el lector forma parte de la fascinación de esta página tan púdica­mente elíptica.
Al principio de los Tres mosqueteros se dice que d'Artagnan llega a Meung en una jaca de catorce años el primer lunes de abril de 1625. Si se dispone de un buen programa en el ordenador, se puede establecer inmediatamente que aquel lunes era el 7 de abril. Una exquisitez para trivial games entre devotos dumasianos. ¿Puede plantearse sobre este dato una sobre-interpretación de la novela? Yo diría que no, porque el texto no considera relevante ese dato. El curso de la novela no concede tampoco relevancia a que la lle­gada de d'Artagnan cayera en lunes, mientras que se la da al hecho de que fuera abril (recuérdese que, para ocultar que su espléndido tahalí estaba bordado sólo por delante, Porthos vestía una larga capa de terciopelo carmesí que la estación no justificaba, a tal punto que el mosquetero había de fingir que estaba resfriado).
Estas cosas a muchos podrán parecerles obviedades, pero estas obviedades (a menudo olvidadas) nos dicen que el mundo de la literatura es tal que nos inspira la confianza de que hay algunas proposiciones que no pueden ponerse en duda, y nos ofrece, por lo tanto, un modelo (todo lo imaginario que quieran) de verdad. Esta verdad literal se refleja sobre las que llamaremos verdades hermenéuticas: al que dijera que d'Artagnan estaba devorado por una pasión homosexual hacia Porthos, que el Innominado fue inducido al mal por un irrefrenable complejo de Edipo, que la Monja de Monza, como algunos políticos de hoy podrían sugerir, había sido corrompida por el comunismo, o que Panurge hace lo que hace por odio hacia el naciente capitalismo, podríamos contestarle siempre que en los textos a los que nos referimos no es posible encontrar ninguna afirmación, ninguna sugerencia, ninguna insinuación que nos permita abandonarnos a estas deri­vas interpretativas. El mundo de la literatura es un universo en el cual es posible llevar a cabo tests para establecer si un lector tiene sentido de la realidad o si es presa de sus alucinaciones.
Los personajes migran. Podemos hacer afirmaciones verdaderas sobre los personajes literarios porque lo que les pasa está registra­do en un texto, y un texto es como una partitura musical. Es ver­dad que Ana Karenina muere suicidándose así como que la Quinta de Beethoven está en do menor (y no en fa mayor como la Sexta) y empieza con "sol, sol, sol, mi bemol". Pero a algunos personajes literarios —no a todos— les pasa que salen del texto en el que nacieron para migrar a una zona del universo que nos resulta muy difícil delimitar. Los personajes narrativos migran, cuando tienen suerte, de texto a texto, y no es que los que no migran sean ontológicamente distintos de sus hermanos más afor­tunados; sencillamente no han tenido suerte y no nos hemos vuelto a ocupar de ellos.
Han migrado de texto a texto (y a través de adaptaciones en substancias distintas, de libro a película o a ballet, o de la tradición oral al libro) tanto los personajes del mito, como los de la narra­tiva "laica", Ulises, Jasón, Arturo o Parsifal, Alicia, Pinocho, d'Artagnan. Ahora bien, cuando hablamos de personajes de ese tipo, ¿nos referimos a una partitura precisa? Tomemos el caso de Caperucita Roja. Las dos partituras más célebres, la de Perrault y la de los hermanos Grimm, difieren profundamente. En la prime­ra, la niña es devorada por el lobo y la historia se acaba, inspiran­do severas reflexiones moralistas sobre los riesgos de la impru­dencia. En la segunda, llega el cazador, mata al lobo y devuelve a la vida a la niña y a la abuela. Final feliz.
Ahora imaginemos a una madre que les cuenta el cuento a sus niños y se para cuando el lobo devora a Caperucita. Los niños protestarían y querrían la "verdadera" historia, donde Caperucita resucita, y poco valdría que la madre se declarara filóloga de estricta observancia. Los niños conocen una "verdadera" historia donde Caperucita resucita de verdad y esta historia es más afín a la versión de los Grimm que a la de Perrault. Aun así, no coin­cide con la partitura de los Grimm, porque deja caer una serie de hechos menores —en los que Perrault y los Grimm divergen, como, por ejemplo, qué tipo de regalos lleva Caperucita a la abuela— sobre los cuales los niños están ampliamente dispuestos a transigir, puesto que se remiten a un individuo mucho más esquemático, fluctuante en la tradición, ínstanciado en múltiples partituras, muchas de ellas orales.
De esta manera, Caperucita Roja, d'Artagnan, Ulises o Madame Bovary se convierten en individuos que viven fuera de sus partituras originales, y pueden pretender hacer afirmaciones ver­daderas al respecto incluso personas que nunca han leído la par­titura arquetípica. Aun antes de leer Edipo Rey, yo había sabido que Edipo se casa con Yocasta. Por muy fluctuantes que sean, estas partituras no son inverificables: si alguien dijera que Madame Bovary se reconcilia con Charles y vive con él feliz y contenta, encontraría la desaprobación de las personas de sano sentido común, como si se hubieran puesto de acuerdo colectivamente sobre el personaje de Emma.
¿Dónde están estos individuos fluctuantes? Depende del formato de nuestra ontología, si da albergue también a las raíces cuadradas, a la lengua etrusca y a dos ideas de la Santísima Trinidad, la romana por la cual el Espíritu Santo procede del Padre y del lijo (ex Paire Fílioque procedit) y la idea bizantina, según la cual el Espíritu procede sólo del Padre. Pero esta región tiene un estatu­to muy impreciso y aloja entidades de distinto calibre, porque Incluso el Patriarca de Constantinopla (dispuesto a enzarzarse con el Papa sobre el Filioque) estaría de acuerdo con el Papa (por lo menos eso espero) en decir que es verdad que Sherlock Holmes vivía en Baker Street, y que Clark Kent es la misma persona que Superman.
Aun así, se ha escrito en infinitas novelas o poemas que —in­vento unos ejemplos al azar— Asdrúbal mata a Corinna o que Teofrasto ama locamente a Teodolinda, y nadie piensa que se puedan hacer afirmaciones verdaderas al respecto, porque se trata de per­sonajes desafortunados o nacidos mal, que no han migrado ni han entrado a formar parte de la memoria colectiva. ¿Por qué es más verdadero, en este mundo, que Hamlet no se casa con Ofelia que el hecho de que Teofrasto al final se casa con Teodolinda? ¿Cuál es la porción de este mundo donde viven Hamlet y Ofelia y no el desafortunado Teofrasto?
Algunos personajes se han vuelto de algún modo colectiva­mente verdaderos porque, en el transcurso de los siglos o de los años, la comunidad ha realizado inversiones pasionales en ellos. Nosotros invertimos pasionalmente de manera individual en una multitud de fantasías que podemos elaborar con los ojos abiertos o en duermevela. Podemos conmovernos de verdad pensando en la muerte de una persona que amamos, o volver a sentir reaccio­nes físicas al imaginarnos mientras mantenemos con ella una rela­ción erótica, y del mismo modo, por procesos de identificación y proyección, podemos conmovernos por el destino de Emma Bovary o, como les ha ocurrido a algunas generaciones, sentirnos arrastrados al suicidio por las desventuras de Werther o de Jacopo Ortis. Pero, cuando alguien nos preguntara si de verdad ha muer­to la persona cuya muerte hemos imaginado, responderíamos que no, que se ha tratado de una privadísima fantasía personal. En cambio, cuando se nos pregunta si de verdad Werther se mató, res­pondemos que sí, y la fantasía de la que hablamos ya no es priva­da, es una realidad cultural con la que está de acuerdo toda la comunidad de los lectores. Tanto que juzgaríamos loco a quien se matara sólo porque se ha imaginado (sabiendo perfectamente que se trataba de un parto de su imaginación) que su amada ha muerto, mientras que intentamos justificar de alguna manera a quien se la matado por el suicidio de Werther, aun sabiendo que se trataba de un personaje ficticio.
Deberíamos encontrar, pues, un espacio del universo en el que estos personajes viven y determinan nuestras conductas, ya que los elegimos como modelo de vida (de la nuestra y de la ajena), nos comprendemos perfectamente cuando decimos que alguien tiene un complejo de Edipo, un apetito pantagruélico, un comportamiento quijotesco, los celos de un Ótelo, una duda hamlética, o que es un donjuán incurable o una celestina. Y esto, en literatura, no sucede sólo con los personajes, sino también con las situaciones y los objetos. ¿Por qué las mujeres que van y vienen por el cuarto hablando de Miguel Ángel, los afilados añicos de botella engastados en el muro al sol que deslumbra, las buenas cosas de pésimo gusto, el miedo que se nos muestra en un puña­do de polvo, el seto de la yerma colina, las claras, frescas y dulces aguas, la feroz comida, se convierten en metáforas obsesivas, dis­puestas a repetirnos a cada instante quiénes somos, qué queremos, dónde vamos, o lo que no somos y lo que no queremos?
Estas entidades de la literatura están entre nosotros. No esta­ban allí desde la eternidad como (quizá) las raíces cuadradas y el teorema de Pitágoras, sino que, a estas alturas, después de haber sido creadas por la literatura y alimentadas por nuestras inversiones pasionales, existen y con ellas debemos echar cuentas. Digamos también, para evitar discusiones ontológicas y metafísicas, que existen como hábitos culturales, disposiciones sociales. Pero también el tabú universal del incesto es un hábito cultural, una idea, una disposición, y aun así ha tenido la fuerza de mover los destinos de las sociedades humanas.
Ahora bien, alguien dice, hoy en día, que también los personajes literarios corren el riesgo de volverse evanescentes, móviles, inconstantes y de perder esa fijeza propia que nos imponía no negar sus destinos. Hemos entrado en la era del hipertexto, y el hipertexto electrónico no sólo nos permite viajar a través de una madeja textual (ya sea toda una enciclopedia o las obras comple­tas de Shakespeare) sin "desovillar" necesariamente toda la infor­mación que contiene, sino penetrándola como haría una aguja de punto en una madeja de lana. Gracias al hipertexto ha nacido también la práctica de una escritura creativa libre. En Internet podemos encontrar programas con los que escribir historias colectivamente, participar en narraciones cuyo curso es posible modificar hasta el infinito. Y si podemos hacer eso con un texto que estamos inventando con un grupo de amigos virtuales, ¿por qué no hacerlo también con textos literarios existentes, adquiriendo programas mediante los cuales podremos cambiar las grandes historias que quizá nos obsesionan desde hace milenios?
Piénsenlo, ustedes leían con pasión Guerra y paz, preguntán­dose si Natasha cedería por fin a las lisonjas de Anatolio, si ese maravilloso príncipe Andrei moriría de veras, si Fierre tendría el valor de dispararle a Napoleón, y ahora, por fin, pueden rehacer su Tolstoi, confiriendo a Andrei una larga vida feliz, haciendo de Fierre el libertador de Europa, y aun más, reconciliar a Emma Bovary con su pobre Charles, madre feliz y sosegada; podrán deci­dir que Caperucita Roja entra en el bosque y se encuentra con Pinocho, o es secuestrada por su madrastra que, con el nombre de Cenicienta, la mete a servicio de Scarlett O'Hara; o que se en­cuentra en el bosque con un donante mágico que se llama Vladimir J. Propp, que le regala un anillo encantado, gracias al cual descubrirá, en las raíces del baniano sagrado de los Thugs, el Aleph, ese punto desde donde se ve todo el universo: a Ana Karenina que no muere bajo el tren, porque los ferrocarriles rusos de vía estre­cha, bajo el gobierno de Putin, funcionan peor que los sumergi­bles; y, lejos, lejos, más allá del espejo de Alicia, a Jorge Luis Borges, que le recuerda a Funes el memorioso que no se olvide de devolver Guerra y paz a la biblioteca de Babel...
¿Estaría mal? No, porque también esto lo ha hecho ya la literatura, y antes que los hipertextos, con el proyecto de Le Livre de Mallarmé, los cadáveres exquisitos de los surrealistas, los millones de poemas de Queneau, los libros móviles de la segunda vanguardía. Y es esto lo que ha hecho la ajam session jazz. Pero el hecho de que exista la práctica de lajam session, que cambia el destino de un tema cada velada, no nos libra, ni nos desanima, de ir a las salas de concierto donde la Sonata en si bemol menor op, 35 acabará de la misma manera todas las veladas y siempre.
Alguien ha dicho que al jugar con mecanismos hipertextuales eludimos dos formas de represión: la obediencia a peripecias decididas por otro y la condena a la división social entre los que escriben y los que leen. Esto me parece una majadería, pero, desde luego, jugar creativamente con los hipertextos, modificando las historias y contribuyendo a la creación de otras, puede ser una actividad apasionante, un excelente ejercicio para practicarlo en el colegio, una nueva forma de escritura muy afín a las jam sessions. Creo que podrá ser bonito, e incluso educativo, intentar modificar las historias que existen ya, así como sería interesante transcri­bir Chopin para mandolina: serviría para agudizar el ingenio musical y para entender por qué el timbre del piano era tan consustancial a la sonata en si bemol menor. Puede educar el gusto visual y la exploración de las formas intentar collages compo­niendo retazos de los Esponsales de la Virgen, de las Demoiselles 1'Avignon y de la última historia de los Pokémon. En el fondo, muchos grandes artistas lo han hecho.
Pero estos juegos no sustituyen la verdadera función educativa de la literatura, función educativa que no se reduce a la trans­misión de ideas morales, ya sean buenas o malas, o a la formación del sentido de la belleza.
Yury Lotman, en Cultura y explosión (Barcelona: Gedisa, l998), retoma la famosa recomendación de Chéjov por la cual si en una narración o en un drama se nos muestra al principio un fusil colgado de una pared, antes del final ese fusil tendrá que dis­parar. Lotman nos deja entender que el verdadero problema no es si, al final, el fusil llegará a disparar de verdad. Precisamente el no saber si disparará o no es lo que otorga significatividad a la trama; Leer un relato quiere decir también ser presa de una tensión, de un espasmo. Descubrir al final si el fusil ha disparado o no, no adquiere el sencillo valor de una noticia. Es el descubrimiento de que las cosas han ido de una determinada manera, y para siempre, más allá de los deseos del lector. El lector debe aceptar esta frustra­ción, y a través de ella sentir el escalofrío del Destino. Si se pudiera decidir el destino de los personajes, sería como ir al mostrador de una agencia de viajes: "Entonces, ¿dónde quiere encontrar a la Ballena, en las Islas Samoa o en las Aleutinas? ¿Y cuándo? ¿Y quie­re matarla usted, o deja que lo haga Quiqueg?". La verdadera lec­ción de Moby Dick es que la ballena va donde quiere.
Piensen en la descripción que Hugo hace de la batalla de Waterloo en los Miserables. A diferencia de Stendhal, que describe la batalla con los ojos de Fabrizio, que está dentro y no entiende lo que está pasando, Hugo la describe con los ojos de Dios, la ve desde arriba: sabe que si Napoleón hubiera sabido que más allá de la cresta de la meseta de Mont-Saint-Jean había un barranco (pero su guía no se lo dijo), los coraceros de Milhaud no habrían caído a los pies del ejército inglés; que si el pastorcillo que hacía de guía a Bülow hubiera sugerido un recorrido distinto, el ejército prusiano no habría llegado a tiempo para decidir la suerte de la batalla.
Con una estructura hipertextual podríamos volver a escribir la batalla de Waterloo haciendo que llegaran los franceses de Grouchy en lugar de los alemanes de Blücher, y existen wargames que permiten hacerlo, y con gran diversión. Pero la trágica gran­deza de esas páginas de Hugo reside en el hecho de que (más allá de nuestros deseos) las cosas van como van. La belleza de Guerra y paz es que la agonía del príncipe Andrei concluye con la muerte, por mucho que lo sintamos. La dolorosa maravilla que nos procura cada relectura de los grandes trágicos es que sus héro­es, que podrían haber escapado de un destino atroz, por debilidad o ceguera no entienden a qué salen al encuentro, y caen en el abismo que han cavado con sus propias manos. Por otra parte, Hugo lo dice, después de habernos mostrado qué otras oportuni­dades habría podido aprovechar Napoleón en Waterloo: "¿Era posible que Napoleón ganase esta batalla? Nosotros contestamos: no. ¿Por qué? ¿Por causa de Wellington? ¿Por causa de Blücher? No. Por causa de Dios".
Esto es lo que nos dicen todas las grandes historias, si acaso sustituyendo el sino a Dios, o las leyes inexorables de la vida. La (unción de los relatos "inmodificables" es precisamente ésta: contra cualquier deseo nuestro de cambiar el destino, nos hacen tocar con nuestras propias manos la imposibilidad de cambiarlo. Y al hacerlo, nos cuenten lo que nos cuenten, cuentan también nuestra historia, y por eso los leemos y los amamos. Necesitamos esa severa lección "represiva". La narrativa hipertextual puede edu­carnos a ser libres y creativos. Está bien, pero no lo es todo. Los relatos "ya hechos" nos enseñan también a morir.
Creo que esta educación al Sino y a la muerte es una de las funciones principales de la literatura. Quizá haya otras, pero ahora no se me ocurren.

Umberto Eco.
Texto tomado de su libro "Sobre la literatura".