La lectura apasionada.
Empezaré por una declaración de principios (es decir, que empiezo por el principio, fiel a la lógica por una vez). Un pensador por el que siento resignada admiración pero ningún cariño, Heidegger, comentó extensamente un par de versos de Holderlin en los que se asegura que "lleno de méritos pero poéticamente habita el hombre la tierra"; yo me atrevo a sostener que algunos habitamos la tierra como lectores y que todo el resto de lo que hacemos —incluida la poesía, en su caso— es una consecuencia de haber leído o un pretexto para seguir leyendo.
El hecho de leer —ese misterio absorto— es lo más notable que me ha ocurrido en la vida, más que los dulces espasmos del amor, más que la camaradería de los amigos, más que la certidumbre horrorosa e incomprensible de la muerte, más que tener un hijo o asistir a muchos Derbys, yo diría que también más que la vida misma, porque el menester de vivir me parece subyugado a la ocasión de leer que lo rescata lo mismo que las peripecias de un viaje poco confortable son inferiores al paisaje deslumbrante o el irrepetible monumento artístico que recompensa nuestro desplazamiento... y ello aunque sabemos que el uno no nos hubiera resultado deslumbrante ni el otro irrepetible sin las necesarias penalidades del viaje.
Ya está: sólo soy un lector. Lo demás es miseria o corolario. Y el lugar de un lector, su palacio, su aula y su palestra es la biblioteca. He leído que algunos aprenden grandes cosas sobre el universo y nuestras servidumbres para con él bajando a las cloacas o convocando a los dioses: por mi parte, sólo puedo decir que leí su testimonio junto a muchos otros y eso me basta. Supongo que tendrán razón, lo mismo que yo tengo una para no haberlos imitado. De modo que si me inquieren sobre qué libro o libros me llevaría a una isla desierta no sé cómo contestar porque la única isla desierta que conozco —desierta de adláteres pero abarrotada de íntimos fantasmas— es precisamente la biblioteca en la que moro desde que tengo uso de razón, o lo que es igual: capacidad de leer.
Mi biblioteca ideal se confunde, pues, con mi biblioteca real, convertida por la fatalidad del apasionamiento en el ideal real de mi vida. Y para hablar de mi biblioteca como es debido tengo que empezar por el hecho que más la caracteriza: su desorden. No es un desorden completo, un pleno azar, el caos. Sería una empresa titánica yuxtaponer los libros sin consentir en su vecindad rastros de afinidad o simpatía. Desordenar por completo una biblioteca, ha de ser aún más difícil que ordenarla del todo (también desordenar es ordenar al revés, para lo cual hay que conservar un orden intencional en la cabeza y la voluntad de contrariarlo en la práctica; esa coacción favorece mil formas nuevas de orden rebelde que subvierten el desorden establecido: si intentamos corregirlas en un estante provocamos otras nuevas en los demás, etcétera). No, el desorden de mi biblioteca no es perfecto ni buscado, sólo se trata de un orden fracasado al que derrotaron poco a poco la incesante acumulación de novedades y la pereza de su universo, para que ustedes me entiendan y que me perdone Borges el guiño a su inolvidable biblioteca de Babel.
Agobiados bajo excrecencias incontrolables y ramificaciones caprichosas quedan aún vestigios del orden primigenio, algo así como núcleos de emoción que estructuran vagamente el conjunto informe, orientando un poco las pesquisas de mi desmemoria aunque de modo reiteradamente falible. Supongo que puedo considerar como los libros más importantes para mí aquellos cuya ubicación no he perdido del todo, los que estoy aún seguro (¿seguro?) de que podría encontrar si quisiera, en torno a los cuales por vago parentesco va cristalizando el resto más y más indómito de la biblioteca. Puedo muy bien, por ejemplo, localizar hacia los estantes centrales las obras completas de Robert Louis Steven-son, en la edición de veintitantos volúmenes rojos con lomo dorado que preparó a finales del siglo pasado la casa Scribner's Sons (junto a ellos, como un minúsculo remolcador entre grandes transatlánticos, el librito de la colección Pulga que contiene La isla del tesoro, donde leí por primera vez la rara historia de amistad entre Jim Hawkins y John Silver). Y sé que encontraré cerca las múltiples advocaciones de Moby Dick, mi novela predilecta y el mito elemental-mente trágico —elemental por el antagonismo entre cosas naturales y voluntad humana, no por lo primario— en torno al cual he dispuesto los símbolos de mi vida. Poseo la novela de Melville en múltiples traducciones y formatos, presididos por la gran acuñación llevada a cabo por University of California Press, entre las que cuenta con mi especial cariño la publicada por el anarquista Juan Gómez Casas en Aguilar tras varias décadas de cárcel franquista y que quiero suponer realizada durante esa estancia en el vientre mismo del Leviatán.
Cuando gozaba mis diecisiete años concebí que mi amor a la literatura brotaba de un cuádruple principio de razón suficiente: Giovanni Papini, H. G. Wells, Osear Wilde y Edgar Allan Poe. A los cuatro los sigo teniendo bien localizados en la biblioteca y en la memoria, aunque sin duda mi amistad con el primero es la que hoy me presenta mayores dificultades (a los otros tres me resulta inverosímil concebirlos menos queridos ayer, ahora o nunca). Supongo que Papini fue el primer Borges de mi vida, o mejor un san Juan Bautista vociferante y capitidisminuido que anunciaba el advenimiento del Ungido por la gracia que supera la escisión entre literatura y filosofía. Pero Papini no es en sí mismo un autor desdeñable y aún está presente en mí, sobre todo en mis intemperancias y cuando estornudo teológicamente... Luego llegó Borges y nada fue ya lo mismo. Emir Rodríguez Monegal cuenta su revelación del maestro con un hiperbólico "entonces acabó para mí la literatura y empezó Borges". No voy a decir tanto y sobre todo no voy a decirlo igual, aunque sin duda del descubrimiento de esa forma de leer y de decir nunca me repondré afortunadamente del todo. Hay escritores sin cuya frecuentación habría disfrutado mucho menos o sería mucho más imbécil: sin Borges habría sido otro escritor... o ninguno. Vuelvo a mis estanterías y reencuentro a los amigos seguros, los que no dejo que se me pierdan, la turba famosa y variopinta: Valle-Inclán y Lovecraft, Conan Doyle y Guillermo Cabrera Infante, Nabokov, Octavio Paz y Kafka, Santayana, Thomas Bernhard, Tolkien, John Dickson Carr, Leopardi, Chesterton, La muerte de Iván Illich de Tolstói, Bertrand Russell, los artículos de Larra y los sonetos de Quevedo, Spinoza... ¡Qué buen apetito, como de todo! ¡Me fastidian los remilgados —que siempre leen con el meñique levantado como si estuvieran tomando té con la reina— y los especialistas, esos vegetarianos de la literatura! No he mencionado a Shakespeare pero ¿acaso esperan ustedes que les recuerde que como Shakespeare no hay ninguno? Ni que fuera yo Harold Bloom... También he olvidado a Platón, Aristóteles y Hornero: concédanme la merced de recordarlos por mí. Y por favor, no crean que tengo nada contra los germanos, aunque mis alemanes preferidos (Lichtemberg, Schopenhauer, Nietzsche) no les regatearan sus fraternales zarpazos.
Faltan los franceses, ¿verdad? Ahora voy a explicarlo. En mi biblioteca, los autores que escriben en francés están todos juntos o vecinos, sea cual fuere su género, incluso a pesar de las diferencias del aprecio que les profeso. Y eso porque la importancia en mi vida literaria de la lengua francesa es incomparablemente mayor que la de cualquiera de los escritores que la han ejercido. Leer en francés ha sido, es y será el más dulce y provechoso vicio con que disfruto: antes dejaré de leer en castellano, incluso antes dejaré de leer que prescindir de leer en lengua francesa. Digo leer, porque nunca he tenido capacidad ni he sentido tentación de escribir una sola línea en otro idioma que el mío. No, al francés le devuelvo en castellano el placer que siento paladeándolo: y gracias a leer en francés no escribo castellano del todo mal, es decir, como los castizos. Por lo demás, ya sé que en francés hay escritores y escritores: el primero de los míos es Montaigne y el segundo Cioran; después los moralistas del Gran Siglo, Voltaire, Diderot, Rousseau y madame du Deffand. ¿Novelistas? Stendhal, Flaubert y —como única originalidad plebeya— la preferencia por Anatole France frente a Proust. Sin sorpresas entre los poetas: primero Baudelaire, luego Rimbaud y de postre Valéry. En el ensayo contemporáneo tantos, tantos, como el entrañablemente limitado Albert Camus y el Sartre de los formatos reducidos a la cabeza. Concluyo mencionando dos amistades íntimas, que en España creo que sólo comparten los bappy few: Clément Rosset y Roger Caillois.
Dejémoslo aquí: no lo he dicho todo de todos pero ya está todo dicho. No voy a recomendar a nadie la lectura como no pretendo aconsejar la dulce y fiera práctica del coito o la degustación de ese amigo de los hombres, el vino. Toda pasión tiene sus peligros y sólo los idiotas sueñan con una vida apasionadamente segura, como sólo los exangües buscan una seguridad apática. Quien no quiera mojarse que no aprenda a nadar, ni se atreva a amar o a beber. Y que no lea tampoco o que sólo lea para aprender, para destacar, para hacerse sabio o famoso, es decir: para seguir siendo idiota. El que valga para leer, leerá: en pergamino, en volumen encuadernado en piel, en libro de bolsillo, en hoja volandera o en la pantalla del ordenador. Leerá por nada y por todo, sin objetivo y con placer, como quien respira, como quien se embriaga o enreda sus piernas en las de alguien apetecible.
Sólo eso importa, cuando la pasión manda. Y así he leído yo no toda mi vida pero sí en los mejores momentos de mi vida. Ahora retrocedo un paso y acaricio con los ojos esta sobrecargada biblioteca con la que vivo, en la que vivo. Es como la farmacia de un viejo alquimista, donde pueden buscarse analgésicos y afrodisíacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria o pesadilla y la seca agudeza descarnada que desvela lo real. Ya es hora de volver a ella.
Empezaré por una declaración de principios (es decir, que empiezo por el principio, fiel a la lógica por una vez). Un pensador por el que siento resignada admiración pero ningún cariño, Heidegger, comentó extensamente un par de versos de Holderlin en los que se asegura que "lleno de méritos pero poéticamente habita el hombre la tierra"; yo me atrevo a sostener que algunos habitamos la tierra como lectores y que todo el resto de lo que hacemos —incluida la poesía, en su caso— es una consecuencia de haber leído o un pretexto para seguir leyendo.
El hecho de leer —ese misterio absorto— es lo más notable que me ha ocurrido en la vida, más que los dulces espasmos del amor, más que la camaradería de los amigos, más que la certidumbre horrorosa e incomprensible de la muerte, más que tener un hijo o asistir a muchos Derbys, yo diría que también más que la vida misma, porque el menester de vivir me parece subyugado a la ocasión de leer que lo rescata lo mismo que las peripecias de un viaje poco confortable son inferiores al paisaje deslumbrante o el irrepetible monumento artístico que recompensa nuestro desplazamiento... y ello aunque sabemos que el uno no nos hubiera resultado deslumbrante ni el otro irrepetible sin las necesarias penalidades del viaje.
Ya está: sólo soy un lector. Lo demás es miseria o corolario. Y el lugar de un lector, su palacio, su aula y su palestra es la biblioteca. He leído que algunos aprenden grandes cosas sobre el universo y nuestras servidumbres para con él bajando a las cloacas o convocando a los dioses: por mi parte, sólo puedo decir que leí su testimonio junto a muchos otros y eso me basta. Supongo que tendrán razón, lo mismo que yo tengo una para no haberlos imitado. De modo que si me inquieren sobre qué libro o libros me llevaría a una isla desierta no sé cómo contestar porque la única isla desierta que conozco —desierta de adláteres pero abarrotada de íntimos fantasmas— es precisamente la biblioteca en la que moro desde que tengo uso de razón, o lo que es igual: capacidad de leer.
Mi biblioteca ideal se confunde, pues, con mi biblioteca real, convertida por la fatalidad del apasionamiento en el ideal real de mi vida. Y para hablar de mi biblioteca como es debido tengo que empezar por el hecho que más la caracteriza: su desorden. No es un desorden completo, un pleno azar, el caos. Sería una empresa titánica yuxtaponer los libros sin consentir en su vecindad rastros de afinidad o simpatía. Desordenar por completo una biblioteca, ha de ser aún más difícil que ordenarla del todo (también desordenar es ordenar al revés, para lo cual hay que conservar un orden intencional en la cabeza y la voluntad de contrariarlo en la práctica; esa coacción favorece mil formas nuevas de orden rebelde que subvierten el desorden establecido: si intentamos corregirlas en un estante provocamos otras nuevas en los demás, etcétera). No, el desorden de mi biblioteca no es perfecto ni buscado, sólo se trata de un orden fracasado al que derrotaron poco a poco la incesante acumulación de novedades y la pereza de su universo, para que ustedes me entiendan y que me perdone Borges el guiño a su inolvidable biblioteca de Babel.
Agobiados bajo excrecencias incontrolables y ramificaciones caprichosas quedan aún vestigios del orden primigenio, algo así como núcleos de emoción que estructuran vagamente el conjunto informe, orientando un poco las pesquisas de mi desmemoria aunque de modo reiteradamente falible. Supongo que puedo considerar como los libros más importantes para mí aquellos cuya ubicación no he perdido del todo, los que estoy aún seguro (¿seguro?) de que podría encontrar si quisiera, en torno a los cuales por vago parentesco va cristalizando el resto más y más indómito de la biblioteca. Puedo muy bien, por ejemplo, localizar hacia los estantes centrales las obras completas de Robert Louis Steven-son, en la edición de veintitantos volúmenes rojos con lomo dorado que preparó a finales del siglo pasado la casa Scribner's Sons (junto a ellos, como un minúsculo remolcador entre grandes transatlánticos, el librito de la colección Pulga que contiene La isla del tesoro, donde leí por primera vez la rara historia de amistad entre Jim Hawkins y John Silver). Y sé que encontraré cerca las múltiples advocaciones de Moby Dick, mi novela predilecta y el mito elemental-mente trágico —elemental por el antagonismo entre cosas naturales y voluntad humana, no por lo primario— en torno al cual he dispuesto los símbolos de mi vida. Poseo la novela de Melville en múltiples traducciones y formatos, presididos por la gran acuñación llevada a cabo por University of California Press, entre las que cuenta con mi especial cariño la publicada por el anarquista Juan Gómez Casas en Aguilar tras varias décadas de cárcel franquista y que quiero suponer realizada durante esa estancia en el vientre mismo del Leviatán.
Cuando gozaba mis diecisiete años concebí que mi amor a la literatura brotaba de un cuádruple principio de razón suficiente: Giovanni Papini, H. G. Wells, Osear Wilde y Edgar Allan Poe. A los cuatro los sigo teniendo bien localizados en la biblioteca y en la memoria, aunque sin duda mi amistad con el primero es la que hoy me presenta mayores dificultades (a los otros tres me resulta inverosímil concebirlos menos queridos ayer, ahora o nunca). Supongo que Papini fue el primer Borges de mi vida, o mejor un san Juan Bautista vociferante y capitidisminuido que anunciaba el advenimiento del Ungido por la gracia que supera la escisión entre literatura y filosofía. Pero Papini no es en sí mismo un autor desdeñable y aún está presente en mí, sobre todo en mis intemperancias y cuando estornudo teológicamente... Luego llegó Borges y nada fue ya lo mismo. Emir Rodríguez Monegal cuenta su revelación del maestro con un hiperbólico "entonces acabó para mí la literatura y empezó Borges". No voy a decir tanto y sobre todo no voy a decirlo igual, aunque sin duda del descubrimiento de esa forma de leer y de decir nunca me repondré afortunadamente del todo. Hay escritores sin cuya frecuentación habría disfrutado mucho menos o sería mucho más imbécil: sin Borges habría sido otro escritor... o ninguno. Vuelvo a mis estanterías y reencuentro a los amigos seguros, los que no dejo que se me pierdan, la turba famosa y variopinta: Valle-Inclán y Lovecraft, Conan Doyle y Guillermo Cabrera Infante, Nabokov, Octavio Paz y Kafka, Santayana, Thomas Bernhard, Tolkien, John Dickson Carr, Leopardi, Chesterton, La muerte de Iván Illich de Tolstói, Bertrand Russell, los artículos de Larra y los sonetos de Quevedo, Spinoza... ¡Qué buen apetito, como de todo! ¡Me fastidian los remilgados —que siempre leen con el meñique levantado como si estuvieran tomando té con la reina— y los especialistas, esos vegetarianos de la literatura! No he mencionado a Shakespeare pero ¿acaso esperan ustedes que les recuerde que como Shakespeare no hay ninguno? Ni que fuera yo Harold Bloom... También he olvidado a Platón, Aristóteles y Hornero: concédanme la merced de recordarlos por mí. Y por favor, no crean que tengo nada contra los germanos, aunque mis alemanes preferidos (Lichtemberg, Schopenhauer, Nietzsche) no les regatearan sus fraternales zarpazos.
Faltan los franceses, ¿verdad? Ahora voy a explicarlo. En mi biblioteca, los autores que escriben en francés están todos juntos o vecinos, sea cual fuere su género, incluso a pesar de las diferencias del aprecio que les profeso. Y eso porque la importancia en mi vida literaria de la lengua francesa es incomparablemente mayor que la de cualquiera de los escritores que la han ejercido. Leer en francés ha sido, es y será el más dulce y provechoso vicio con que disfruto: antes dejaré de leer en castellano, incluso antes dejaré de leer que prescindir de leer en lengua francesa. Digo leer, porque nunca he tenido capacidad ni he sentido tentación de escribir una sola línea en otro idioma que el mío. No, al francés le devuelvo en castellano el placer que siento paladeándolo: y gracias a leer en francés no escribo castellano del todo mal, es decir, como los castizos. Por lo demás, ya sé que en francés hay escritores y escritores: el primero de los míos es Montaigne y el segundo Cioran; después los moralistas del Gran Siglo, Voltaire, Diderot, Rousseau y madame du Deffand. ¿Novelistas? Stendhal, Flaubert y —como única originalidad plebeya— la preferencia por Anatole France frente a Proust. Sin sorpresas entre los poetas: primero Baudelaire, luego Rimbaud y de postre Valéry. En el ensayo contemporáneo tantos, tantos, como el entrañablemente limitado Albert Camus y el Sartre de los formatos reducidos a la cabeza. Concluyo mencionando dos amistades íntimas, que en España creo que sólo comparten los bappy few: Clément Rosset y Roger Caillois.
Dejémoslo aquí: no lo he dicho todo de todos pero ya está todo dicho. No voy a recomendar a nadie la lectura como no pretendo aconsejar la dulce y fiera práctica del coito o la degustación de ese amigo de los hombres, el vino. Toda pasión tiene sus peligros y sólo los idiotas sueñan con una vida apasionadamente segura, como sólo los exangües buscan una seguridad apática. Quien no quiera mojarse que no aprenda a nadar, ni se atreva a amar o a beber. Y que no lea tampoco o que sólo lea para aprender, para destacar, para hacerse sabio o famoso, es decir: para seguir siendo idiota. El que valga para leer, leerá: en pergamino, en volumen encuadernado en piel, en libro de bolsillo, en hoja volandera o en la pantalla del ordenador. Leerá por nada y por todo, sin objetivo y con placer, como quien respira, como quien se embriaga o enreda sus piernas en las de alguien apetecible.
Sólo eso importa, cuando la pasión manda. Y así he leído yo no toda mi vida pero sí en los mejores momentos de mi vida. Ahora retrocedo un paso y acaricio con los ojos esta sobrecargada biblioteca con la que vivo, en la que vivo. Es como la farmacia de un viejo alquimista, donde pueden buscarse analgésicos y afrodisíacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria o pesadilla y la seca agudeza descarnada que desvela lo real. Ya es hora de volver a ella.
FERNANDO SAVATER.
Texto tomado del libro "Loor al leer".