Revista Cultural.

EDITORIAL.

Hola.
Volvimos, al fin y con un nuevo número de la litera-dura.
Este mes vamos a abordar el tema de la importancia de la comunicación. Les mandamos un saludo desde este espacio a todos los profesores y por supuesto les deseamos un ciclo escolar de excelencia a todos los estudiantes que forman y conforman este foro.

Tú hablas una lengua, en este caso el español, sin embargo, muchas veces te cuesta trabajo decir lo que quieres, lo que piensas o lo que sientes.
¿Por qué?
a) ¿No encuentras como expresarlo?
b) ¿Te equivocas continuamente cuando lo intentas?
c) ¿Tartamudeas?
d) ¿Se te enredan las palabras?
e) ¿No te entienden los demás?
f) ¿Te asaltan los nervios?
g) Te asaltan tantas ideas que por principio ¿no sabes cómo proyectarlas?

Cuando lees, tampoco captas con facilidad el mensaje escrito.
¿Por qué?
a) ¿Te aterra leer en voz alta?
b) ¿Temes no pronunciar bien ni dar la entonación adecuada?
c) ¿Se te confunden los vocablos?
d) ¿Te encierras en la lectura silenciosa para poder comprenderla?
e) ¿Sientes inseguridad?
f) ¿Se te dificulta a la vista?

Y que tal cuando tienes que escribir…
a) ¿Qué hacer?
b) ¿Qué decir?
c) ¿Cómo resolverlo?
d) ¿Dónde?
e) ¿Cuándo?
f) ¿Quién lo va a leer?
Y es evidente que tú mismo intuyes ¿El por qué? Y ¿El para qué? De la escritura.

En este espacio vamos a procurar guiarte y a crear un breve espacio de estrecha comunicación por que no existe una forma más competente de aprender a expresarte, sino, a través de un foro de expresión. Entonces, entre tu voz interior y la voz ajena se va a desarrollar completamente esta revista cultural. Cada ser humano tiene una capacidad de significación latente, sea lingüística en particular o semiótica en general; esto es, una aptitud dormida o adormecida para comunicarse y realizar cosas con las palabras. Despertémosla. Usémosla en todas sus funciones y en el mayor número de sus productos. Sólo así seremos más competentes en la realización de los diversos actos de habla y objetos-lenguaje que requiere la sociedad donde nos desenvolvemos como seres humanos.

Le tengo rabia al silencio
Por lo mucho que perdí
Que no se quede callado
Quien quiera ser feliz.
Atahualpa Yupanqui.




Atte. Andrés Galván.

martes, 17 de noviembre de 2009

FERNANDO SAVATER.



La lectura apasionada.

Empezaré por una declaración de principios (es decir, que empiezo por el principio, fiel a la lógica por una vez). Un pensador por el que siento resignada admiración pero ningún cariño, Heidegger, comentó extensamente un par de versos de Holderlin en los que se asegura que "lleno de méritos pero poética­mente habita el hombre la tie­rra"; yo me atrevo a sostener que algunos habitamos la tierra como lectores y que todo el res­to de lo que hacemos —inclui­da la poesía, en su caso— es una consecuencia de haber leído o un pretexto para seguir leyendo.
El hecho de leer —ese miste­rio absorto— es lo más notable que me ha ocurrido en la vida, más que los dulces espasmos del amor, más que la camaradería de los amigos, más que la certidumbre horrorosa e incom­prensible de la muerte, más que tener un hijo o asistir a muchos Derbys, yo diría que también más que la vida misma, porque el menester de vivir me parece subyugado a la ocasión de leer que lo rescata lo mismo que las peripecias de un viaje poco confortable son inferiores al paisa­je deslumbrante o el irrepeti­ble monumento artístico que recompensa nuestro desplaza­miento... y ello aunque sabemos que el uno no nos hubiera resultado deslumbrante ni el otro irrepetible sin las necesarias pe­nalidades del viaje.
Ya está: sólo soy un lector. Lo demás es miseria o corolario. Y el lugar de un lector, su palacio, su aula y su palestra es la biblioteca. He leído que algunos aprenden grandes cosas sobre el universo y nuestras servidum­bres para con él bajando a las cloacas o convocando a los dio­ses: por mi parte, sólo puedo de­cir que leí su testimonio junto a muchos otros y eso me basta. Supongo que tendrán razón, lo mismo que yo tengo una para no haberlos imitado. De modo que si me inquieren sobre qué libro o libros me llevaría a una isla desierta no sé cómo contes­tar porque la única isla desierta que conozco —desierta de adláteres pero abarrotada de íntimos fantasmas— es precisamente la biblioteca en la que moro desde que tengo uso de razón, o lo que es igual: capacidad de leer.
Mi biblioteca ideal se confun­de, pues, con mi biblioteca real, convertida por la fatalidad del apasionamiento en el ideal real de mi vida. Y para hablar de mi biblioteca como es debido tengo que empezar por el hecho que más la caracteriza: su desorden. No es un desorden completo, un pleno azar, el caos. Sería una empresa titánica yuxtaponer los libros sin consentir en su vecin­dad rastros de afinidad o sim­patía. Desordenar por comple­to una biblioteca, ha de ser aún más difícil que ordenarla del todo (también desordenar es or­denar al revés, para lo cual hay que conservar un orden inten­cional en la cabeza y la volun­tad de contrariarlo en la prác­tica; esa coacción favorece mil formas nuevas de orden rebelde que subvierten el desorden es­tablecido: si intentamos corre­girlas en un estante provocamos otras nuevas en los demás, etcé­tera). No, el desorden de mi biblioteca no es perfecto ni buscado, sólo se trata de un orden fracasado al que derrotaron poco a poco la incesante acumulación de novedades y la pereza de su universo, para que ustedes me entiendan y que me perdone Borges el guiño a su inolvida­ble biblioteca de Babel.
Agobiados bajo excrecencias incontrolables y ramificaciones caprichosas quedan aún vesti­gios del orden primigenio, algo así como núcleos de emoción que estructuran vagamente el conjunto informe, orientando un poco las pesquisas de mi desme­moria aunque de modo reite­radamente falible. Supongo que puedo considerar como los li­bros más importantes para mí aquellos cuya ubicación no he perdido del todo, los que estoy aún seguro (¿seguro?) de que podría encontrar si quisiera, en torno a los cuales por vago pa­rentesco va cristalizando el res­to más y más indómito de la biblioteca. Puedo muy bien, por ejemplo, localizar hacia los es­tantes centrales las obras com­pletas de Robert Louis Steven-son, en la edición de veintitantos volúmenes rojos con lomo do­rado que preparó a finales del siglo pasado la casa Scribner's Sons (junto a ellos, como un minúsculo remolcador entre gran­des transatlánticos, el librito de la colección Pulga que contie­ne La isla del tesoro, donde leí por primera vez la rara historia de amistad entre Jim Hawkins y John Silver). Y sé que encon­traré cerca las múltiples advoca­ciones de Moby Dick, mi novela predilecta y el mito elemental-mente trágico —elemental por el antagonismo entre cosas na­turales y voluntad humana, no por lo primario— en torno al cual he dispuesto los símbolos de mi vida. Poseo la novela de Melville en múltiples traducciones y formatos, presididos por la gran acuñación llevada a cabo por University of Califor­nia Press, entre las que cuenta con mi especial cariño la publi­cada por el anarquista Juan Gó­mez Casas en Aguilar tras varias décadas de cárcel franquista y que quiero suponer realizada du­rante esa estancia en el vientre mismo del Leviatán.
Cuando gozaba mis diecisie­te años concebí que mi amor a la literatura brotaba de un cuá­druple principio de razón sufi­ciente: Giovanni Papini, H. G. Wells, Osear Wilde y Edgar Allan Poe. A los cuatro los sigo teniendo bien localizados en la biblioteca y en la memoria, aun­que sin duda mi amistad con el primero es la que hoy me pre­senta mayores dificultades (a los otros tres me resulta inverosí­mil concebirlos menos queridos ayer, ahora o nunca). Supongo que Papini fue el primer Borges de mi vida, o mejor un san Juan Bautista vociferante y capitidisminuido que anunciaba el ad­venimiento del Ungido por la gracia que supera la escisión en­tre literatura y filosofía. Pero Papini no es en sí mismo un autor desdeñable y aún está pre­sente en mí, sobre todo en mis intemperancias y cuando estor­nudo teológicamente... Luego llegó Borges y nada fue ya lo mismo. Emir Rodríguez Monegal cuenta su revelación del maestro con un hiperbólico "en­tonces acabó para mí la litera­tura y empezó Borges". No voy a decir tanto y sobre todo no voy a decirlo igual, aunque sin duda del descubrimiento de esa forma de leer y de decir nunca me repondré afortunadamente del todo. Hay escritores sin cuya frecuentación habría disfrutado mucho menos o sería mucho más imbécil: sin Borges habría sido otro escritor... o ninguno. Vuelvo a mis estanterías y reencuentro a los amigos segu­ros, los que no dejo que se me pierdan, la turba famosa y va­riopinta: Valle-Inclán y Lovecraft, Conan Doyle y Guiller­mo Cabrera Infante, Nabokov, Octavio Paz y Kafka, Santayana, Thomas Bernhard, Tolkien, John Dickson Carr, Leopardi, Chesterton, La muerte de Iván Illich de Tolstói, Bertrand Russell, los artículos de Larra y los sonetos de Quevedo, Spinoza... ¡Qué buen apetito, como de todo! ¡Me fastidian los remil­gados —que siempre leen con el meñique levantado como si estuvieran tomando té con la reina— y los especialistas, esos vegetarianos de la literatura! No he mencionado a Shakespeare pero ¿acaso esperan ustedes que les recuerde que como Shakespeare no hay ninguno? Ni que fuera yo Harold Bloom... Tam­bién he olvidado a Platón, Aris­tóteles y Hornero: concédanme la merced de recordarlos por mí. Y por favor, no crean que ten­go nada contra los germanos, aunque mis alemanes preferidos (Lichtemberg, Schopenhauer, Nietzsche) no les regatearan sus fraternales zarpazos.
Faltan los franceses, ¿verdad? Ahora voy a explicarlo. En mi biblioteca, los autores que es­criben en francés están todos juntos o vecinos, sea cual fuere su género, incluso a pesar de las diferencias del aprecio que les profeso. Y eso porque la impor­tancia en mi vida literaria de la lengua francesa es incompara­blemente mayor que la de cual­quiera de los escritores que la han ejercido. Leer en francés ha sido, es y será el más dulce y provechoso vicio con que disfruto: antes dejaré de leer en castellano, incluso antes dejaré de leer que prescindir de leer en lengua francesa. Digo leer, por­que nunca he tenido capacidad ni he sentido tentación de escri­bir una sola línea en otro idio­ma que el mío. No, al francés le devuelvo en castellano el pla­cer que siento paladeándolo: y gracias a leer en francés no es­cribo castellano del todo mal, es decir, como los castizos. Por lo demás, ya sé que en francés hay escritores y escritores: el pri­mero de los míos es Montaigne y el segundo Cioran; después los moralistas del Gran Siglo, Voltaire, Diderot, Rousseau y madame du Deffand. ¿Novelistas? Stendhal, Flaubert y —como única originalidad plebeya— la preferencia por Anatole France frente a Proust. Sin sorpresas en­tre los poetas: primero Baudelaire, luego Rimbaud y de postre Valéry. En el ensayo contem­poráneo tantos, tantos, como el entrañablemente limitado Albert Camus y el Sartre de los formatos reducidos a la cabe­za. Concluyo mencionando dos amistades íntimas, que en Es­paña creo que sólo comparten los bappy few: Clément Rosset y Roger Caillois.
Dejémoslo aquí: no lo he di­cho todo de todos pero ya está todo dicho. No voy a recomendar a nadie la lectura como no pretendo aconsejar la dulce y fiera práctica del coito o la de­gustación de ese amigo de los hombres, el vino. Toda pasión tiene sus peligros y sólo los idio­tas sueñan con una vida apasio­nadamente segura, como sólo los exangües buscan una segu­ridad apática. Quien no quiera mojarse que no aprenda a na­dar, ni se atreva a amar o a be­ber. Y que no lea tampoco o que sólo lea para aprender, para des­tacar, para hacerse sabio o fa­moso, es decir: para seguir sien­do idiota. El que valga para leer, leerá: en pergamino, en volu­men encuadernado en piel, en libro de bolsillo, en hoja volan­dera o en la pantalla del ordena­dor. Leerá por nada y por todo, sin objetivo y con placer, como quien respira, como quien se embriaga o enreda sus piernas en las de alguien apetecible.
Sólo eso importa, cuando la pa­sión manda. Y así he leído yo no toda mi vida pero sí en los mejores momentos de mi vida. Ahora retrocedo un paso y aca­ricio con los ojos esta sobrecar­gada biblioteca con la que vivo, en la que vivo. Es como la far­macia de un viejo alquimista, donde pueden buscarse anal­gésicos y afrodisíacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria o pesadilla y la seca agudeza descarnada que desve­la lo real. Ya es hora de volver a ella.


FERNANDO SAVATER.
Texto tomado del libro "Loor al leer".