Revista Cultural.

EDITORIAL.

Hola.
Volvimos, al fin y con un nuevo número de la litera-dura.
Este mes vamos a abordar el tema de la importancia de la comunicación. Les mandamos un saludo desde este espacio a todos los profesores y por supuesto les deseamos un ciclo escolar de excelencia a todos los estudiantes que forman y conforman este foro.

Tú hablas una lengua, en este caso el español, sin embargo, muchas veces te cuesta trabajo decir lo que quieres, lo que piensas o lo que sientes.
¿Por qué?
a) ¿No encuentras como expresarlo?
b) ¿Te equivocas continuamente cuando lo intentas?
c) ¿Tartamudeas?
d) ¿Se te enredan las palabras?
e) ¿No te entienden los demás?
f) ¿Te asaltan los nervios?
g) Te asaltan tantas ideas que por principio ¿no sabes cómo proyectarlas?

Cuando lees, tampoco captas con facilidad el mensaje escrito.
¿Por qué?
a) ¿Te aterra leer en voz alta?
b) ¿Temes no pronunciar bien ni dar la entonación adecuada?
c) ¿Se te confunden los vocablos?
d) ¿Te encierras en la lectura silenciosa para poder comprenderla?
e) ¿Sientes inseguridad?
f) ¿Se te dificulta a la vista?

Y que tal cuando tienes que escribir…
a) ¿Qué hacer?
b) ¿Qué decir?
c) ¿Cómo resolverlo?
d) ¿Dónde?
e) ¿Cuándo?
f) ¿Quién lo va a leer?
Y es evidente que tú mismo intuyes ¿El por qué? Y ¿El para qué? De la escritura.

En este espacio vamos a procurar guiarte y a crear un breve espacio de estrecha comunicación por que no existe una forma más competente de aprender a expresarte, sino, a través de un foro de expresión. Entonces, entre tu voz interior y la voz ajena se va a desarrollar completamente esta revista cultural. Cada ser humano tiene una capacidad de significación latente, sea lingüística en particular o semiótica en general; esto es, una aptitud dormida o adormecida para comunicarse y realizar cosas con las palabras. Despertémosla. Usémosla en todas sus funciones y en el mayor número de sus productos. Sólo así seremos más competentes en la realización de los diversos actos de habla y objetos-lenguaje que requiere la sociedad donde nos desenvolvemos como seres humanos.

Le tengo rabia al silencio
Por lo mucho que perdí
Que no se quede callado
Quien quiera ser feliz.
Atahualpa Yupanqui.




Atte. Andrés Galván.

lunes, 16 de noviembre de 2009

UMBERTO ECO.


Sobre algunas funciones de la literatura.

Cuenta la leyenda (y si no es verdadera, es una buena ocurrencia), en cierta ocasión Stalin preguntó cuántos regimientos tenía el Papa. Lo que sucedió en los años siguientes nos ha demostrado, desde luego, que los regimientos son importantes en determinadas circunstancias, pero no lo son todo. Hay poderes inmateriales, que no se pueden evaluar a peso, pero que de alguna manera pesan.
Estamos rodeados de poderes inmateriales, que no se limitan a los que denominamos valores espirituales, como puede ser una doctrina religiosa. Es un poder inmaterial también el de las raíces cuadradas, cuya ley severa sobrevive a los siglos y a los decretos, no sólo de Stalin, sino incluso del Papa. Y entre estos poderes yo incluiría también el de la tradición literaria, es decir, el de ese conjunto de textos que la humanidad ha producido y produce no con finalidades prácticas (como llevar registros, anotar leyes y fórmu­las científicas, redactar actas de sesiones o disponer horarios ferroviarios sino más bien gratia sui, por amor de sí mismos; textos, además, que se leen por deleite, elevación espiritual, ampliación de conocimientos, incluso por puro ocio, sin que nadie nos obli­gue a hacerlo (si prescindimos de las obligaciones escolares).
Es verdad que los objetos literarios son inmateriales sólo a medias, porque se encarnan en vehículos que suelen ser cartáceos. Pero antaño se encarnaban en la voz de quien recordaba una tra­dición oral, o en una piedra, y hoy discutimos del futuro de los libros electrónicos, los e-books, que deberían permitirnos leer tanto una recolección de chistes como la Divina Comedia en una pantalla de cristal líquido. Aviso enseguida que no pienso demo­rarme aquí en la vexata quaestio del libro electrónico. Yo pertenez­co, naturalmente, a los que prefieren leer una novela o un poema en un volumen cartáceo y siempre me acordaré de las señales que tenía el libro o incluso de lo manoseado que estaba. Pero me dicen que existe una generación digital de hackers que, no habien­do leído un libro en su vida, ahora con el libro electrónico se han acercado y saboreado por primera vez el Quijote. Tanto mejor para su mente y tanto peor para su vista. Si las generaciones futuras consiguen tener una buena relación, psicológica y física, con el libro electrónico, el poder del Quijote no cambiará.
¿Para qué sirve ese bien inmaterial que es la literatura? Bastaría con responder, como ya he hecho, que es un bien que se consume gratia sui y, por lo tanto, no tiene que servir para nada. Pero una visión tan desencarnada del placer literario corre el ries­go de reducir la literatura a jogging o a mera práctica de crucigra­mas; actividades, por lo demás, que sirven para algo, ya sea para la salud del cuerpo, ya sea para la educación léxica. De lo que pre­tendo hablar es, por lo tanto, de una serie de funciones que la lite­ratura desempeña en nuestra vida individual y en la vida social.
La literatura, ante todo, mantiene en ejercicio a la lengua como patrimonio colectivo. La lengua, por definición, va donde quiere ella: ningún decreto desde arriba, ni por parte de la política ni por parte del mundo académico, puede detener su camino y hacer que se desvíe hacia situaciones que se pretenden óptimas. En Italia, por ejemplo, el fascismo se esforzó en hacer que dijéramos "mescita" en lugar de "bar", "coda di gallo" en lugar de "cock­tail", "rete" en lugar de "goal", "auto pubblica" en vez de "taxi", y la lengua no le hizo caso. Luego sugirió una monstruosidad léxica, un arcaísmo inaceptable como "autista" en vez de "chauffeur", y la lengua lo aceptó. Quizá porque evitaba un sonido que el italiano no conoce. Es verdad que ha mantenido taxi, pero gra­dualmente, por lo menos en la lengua hablada, ha ido convir­tiéndolo en “tassì”.
La lengua va donde quiere ir, pero es sensible a las sugerencias de la literatura. Sin Dante no habría habido un italiano uni­ficado. Cuando Dante, en De vulgari eloquentia, analiza y condena los distintos dialectos italianos y se propone forjar un nuevo vul­gar ilustre, nadie habría apostado por tamaño acto de soberbia; y aun así, con la Divina Comedia, gana su partida. Es verdad que el vulgar dantesco tardó algunos siglos en convertirse en lengua hablada por todos, pero si lo consiguió fue porque la comunidad de los que creían en la literatura siguió inspirándose en ese modelo. Y si no hubiera existido ese modelo, quizá ni siquiera se habría abierto paso la idea de una unidad política. Quizá por eso Umberto Bossi no habla un vulgar ilustre.
Veinte fascistas años de colinas fatales, destinos inmarcesibles, acontecimientos imprescindibles y arados que trazan el surco no dejaron, al final, huella alguna en el italiano corriente, mientras que ciertas osadías de la prosa futurista, en su época inaceptables, dejaron muchas más. Y si alguien, hoy, se queja del triunfo de un italiano medio que se ha difundido a través de la televisión, no olvidemos que la exhortación a un italiano medio, en su forma más noble, pasó a través de la prosa llana y aceptable de Alessandro Manzoni y, posteriormente, de ítalo Svevo o de Alberto Moravia.
La literatura, al contribuir a formar la lengua, crea identidad y comunidad. Acabo de hablar de Dante, pero pensemos en qué habría sido la civilización griega sin Homero, la identidad alemana sin la traducción de la Biblia hecha por Lutero, la lengua rusa sin Pushkin, la civilización india sin sus poemas de fundación.
Pero la práctica literaria mantiene también en ejercicio nues­tra lengua individual. Hoy en día muchos deploran el nacimien­to de un lenguaje neotelegráfico que se está imponiendo a tra­vés del correo electrónico y de los mensajes en los teléfonos móviles, donde se dice "te quiero" incluso con una sola sigla; pero no olvidemos que los jóvenes que envían los mensajes con esta nueva estenografía resultan ser, por lo menos en parte, los mismos que abarrotan esas nuevas catedrales del libro que son las grandes librerías de muchos pisos, y que, aun sólo hojeando sin comprar, entran en contacto con estilos literarios cultos y elabo­rados, a los cuales ni sus padres, y aún menos sus abuelos, habían estado expuestos.
Podemos decir que, aun constituyendo una mayoría con res­pecto a los lectores de las generaciones precedentes, estos jóvenes son una minoría con respecto a los seis mil millones de habitan­tes del planeta; y desde luego no soy tan idealista como para pen­sar que a inmensas multitudes que carecen de pan y medicinas les pueda ser de algún alivio la literatura. Pero hay una observación que quisiera hacer: esos desgraciados que se unen en bandas sin finalidad alguna, que matan tirando piedras a las autopistas desde los puentes o prenden fuego a una niña, quienesquiera que sean, no se convierten en tales porque han sido corrompidos por la newspeak del ordenador (no tienen acceso ni al ordenador), sino porque están excluidos del universo del libro y de aquellos lugares donde, a través de la educación y la discusión, llegarían a ellos reflejos de un mundo de valores que llega de y remite a libros.
La lectura de las obras literarias nos obliga a un ejercicio de fide­lidad y de respeto en el marco de la libertad de la interpretación. Hay una peligrosa herejía crítica, típica de nuestros días, según la cual podemos hacer lo que queramos de una obra literaria, leyen­do en ella todo lo que nuestros más incontrolables impulsos nos
sugieren. No es verdad. Las obras literarias nos invitan a la libertad de la interpretación, porque nos proponen un discurso con mu­chos niveles de lectura y nos ponen ante las ambigüedades del lenguaje y de la vida. Pero, para poder jugar a ese juego, por el cual cada generación lee las obras literarias de manera distinta, hay que estar movidos por un profundo respeto hacia lo que, en otras obras, he denominado la intención del texto.
Nosotros solemos creer que el mundo es un libro "cerrado" que permite una sola lectura, porque si hay una ley que gobierna la gravitación planetaria, o es la ley justa o es la equivocada; con res­pecto al mundo, el universo de un libro nos parece un mundo abierto. Ahora bien, intentemos acercarnos con sentido común a una obra narrativa y comparemos las proposiciones que podemos enunciar al respecto con las que pronunciarnos con respecto al mundo. Del mundo, decimos que las leyes de gravitación univer­sal son las que enunció Newton, o que es verdad que Napoleón murió en Santa Elena el 5 de mayo de 1821.Y, aun así, si tenemos la mente abierta, estaremos siempre dispuestos a revisar nuestras convicciones, el día en que la ciencia enuncie una formulación distinta de las grandes leyes cósmicas, o el día en que un historia­dor encuentre documentos inéditos que prueben que Napoleón murió en una barca bonapartista mientras intentaba la fuga. En cambio, con respecto al mundo de los libros, proposiciones como Sherlock Holmes era soltero, Caperudta Roja es devorada por el lobo pero luego es liberada por el cazador, Ana Karenina se mata, seguirán siendo verdaderas toda la eternidad y jamás podrán ser refutadas por nadie. Hay personas que niegan que Jesús fuera el hijo de Dios; otras lle­gan incluso a cuestionar su existencia histórica; otros sostienen que os el Camino, la Verdad y la Vida; otros más consideran que el Mesías todavía tiene que llegar; y nosotros, pensemos lo que pensemos, tra­tamos con respeto todas estas opiniones. Pero nadie tratará con res­peto al que afirme que Hamlet se casó con Ofelia o que Superman no es Clark Kent.
Los textos literarios no sólo nos dicen explícitamente lo que nunca más podremos poner en duda, sino que, a diferencia del mundo, nos señalan con soberana autoridad lo que en ellos hay que asumir como relevante y lo que no podemos tomar como punto de partida para libres interpretaciones.
Al final del capítulo 35 de Rojo y negro se nos dice que Julien Sorel va a la iglesia y dispara a Madame de Renal. Después de haber observado que su brazo temblaba, Stendhal nos dice que Julien dispara una primera bala y no le da a su víctima, luego dis­para una segunda y la señora cae. Ahora imaginemos que soste­nemos que el brazo que temblaba, y el hecho de que el primer disparo no diera en el blanco, demuestran que Julien no había ido a la iglesia con un firme propósito homicida, sino arrastrado por un desordenado impulso pasional. A esta interpretación se le pue­den oponer otras, como que Julien tenía desde el principio la in­tención de matar, pero era un cobarde. El texto autoriza ambas interpretaciones.
Se da el caso de que alguien se ha preguntado dónde fue a parar la primera bala. Interesante pregunta para los devotos de Stendhal. Así como los devotos de Joyce van a Dublín a buscar la farmacia donde Bloom habría comprado una pastilla de jabón con forma de limón (y para complacer a esos peregrinos, esta far­macia, que existe de veras, se ha puesto a producir de nuevo ese tipo de pastillas de jabón), se puede imaginar a devotos de Stendhal que intentan localizar en este mundo tanto Verriéres como la iglesia, explorando todas las columnas para encontrar en alguna el agujero que produjo la bala. Se trataría de un episodio de fanship, bastante divertido.
Pero supongamos ahora que un crítico quiera basar toda su interpretación de la novela en el destino de esa bala perdida. Con los tiempos que corren no resulta inverosímil, entre otras cosas porque ha habido quien ha basado toda la lectura de la Carta roba­da de Poe en la posición de la carta con respecto a la chimenea. Ahora bien, si Poe hace explícitamente pertinente la posición de esa carta, Stendhal nos dice que de esa primera bala no se sabe nada más y, por lo tanto, la excluye incluso de la lista de las enti­dades ficticias. Si permanecemos fieles al texto stendhaliano, esa bala está definitivamente perdida, y es narrativamente irrelevante dónde puede haber ido a parar. En cambio, lo que no se dice en Ármame sobre la posible impotencia del protagonista empuja al lector a plantearse frenéticas hipótesis para completar lo que el re­lato calla; en Los novios una frase como "la desventurada respon­dió" no dice hasta qué punto se empujó Gertrude en su pecado con Egidio, pero el halo hosco de las hipótesis que induce en el lector forma parte de la fascinación de esta página tan púdica­mente elíptica.
Al principio de los Tres mosqueteros se dice que d'Artagnan llega a Meung en una jaca de catorce años el primer lunes de abril de 1625. Si se dispone de un buen programa en el ordenador, se puede establecer inmediatamente que aquel lunes era el 7 de abril. Una exquisitez para trivial games entre devotos dumasianos. ¿Puede plantearse sobre este dato una sobre-interpretación de la novela? Yo diría que no, porque el texto no considera relevante ese dato. El curso de la novela no concede tampoco relevancia a que la lle­gada de d'Artagnan cayera en lunes, mientras que se la da al hecho de que fuera abril (recuérdese que, para ocultar que su espléndido tahalí estaba bordado sólo por delante, Porthos vestía una larga capa de terciopelo carmesí que la estación no justificaba, a tal punto que el mosquetero había de fingir que estaba resfriado).
Estas cosas a muchos podrán parecerles obviedades, pero estas obviedades (a menudo olvidadas) nos dicen que el mundo de la literatura es tal que nos inspira la confianza de que hay algunas proposiciones que no pueden ponerse en duda, y nos ofrece, por lo tanto, un modelo (todo lo imaginario que quieran) de verdad. Esta verdad literal se refleja sobre las que llamaremos verdades hermenéuticas: al que dijera que d'Artagnan estaba devorado por una pasión homosexual hacia Porthos, que el Innominado fue inducido al mal por un irrefrenable complejo de Edipo, que la Monja de Monza, como algunos políticos de hoy podrían sugerir, había sido corrompida por el comunismo, o que Panurge hace lo que hace por odio hacia el naciente capitalismo, podríamos contestarle siempre que en los textos a los que nos referimos no es posible encontrar ninguna afirmación, ninguna sugerencia, ninguna insinuación que nos permita abandonarnos a estas deri­vas interpretativas. El mundo de la literatura es un universo en el cual es posible llevar a cabo tests para establecer si un lector tiene sentido de la realidad o si es presa de sus alucinaciones.
Los personajes migran. Podemos hacer afirmaciones verdaderas sobre los personajes literarios porque lo que les pasa está registra­do en un texto, y un texto es como una partitura musical. Es ver­dad que Ana Karenina muere suicidándose así como que la Quinta de Beethoven está en do menor (y no en fa mayor como la Sexta) y empieza con "sol, sol, sol, mi bemol". Pero a algunos personajes literarios —no a todos— les pasa que salen del texto en el que nacieron para migrar a una zona del universo que nos resulta muy difícil delimitar. Los personajes narrativos migran, cuando tienen suerte, de texto a texto, y no es que los que no migran sean ontológicamente distintos de sus hermanos más afor­tunados; sencillamente no han tenido suerte y no nos hemos vuelto a ocupar de ellos.
Han migrado de texto a texto (y a través de adaptaciones en substancias distintas, de libro a película o a ballet, o de la tradición oral al libro) tanto los personajes del mito, como los de la narra­tiva "laica", Ulises, Jasón, Arturo o Parsifal, Alicia, Pinocho, d'Artagnan. Ahora bien, cuando hablamos de personajes de ese tipo, ¿nos referimos a una partitura precisa? Tomemos el caso de Caperucita Roja. Las dos partituras más célebres, la de Perrault y la de los hermanos Grimm, difieren profundamente. En la prime­ra, la niña es devorada por el lobo y la historia se acaba, inspiran­do severas reflexiones moralistas sobre los riesgos de la impru­dencia. En la segunda, llega el cazador, mata al lobo y devuelve a la vida a la niña y a la abuela. Final feliz.
Ahora imaginemos a una madre que les cuenta el cuento a sus niños y se para cuando el lobo devora a Caperucita. Los niños protestarían y querrían la "verdadera" historia, donde Caperucita resucita, y poco valdría que la madre se declarara filóloga de estricta observancia. Los niños conocen una "verdadera" historia donde Caperucita resucita de verdad y esta historia es más afín a la versión de los Grimm que a la de Perrault. Aun así, no coin­cide con la partitura de los Grimm, porque deja caer una serie de hechos menores —en los que Perrault y los Grimm divergen, como, por ejemplo, qué tipo de regalos lleva Caperucita a la abuela— sobre los cuales los niños están ampliamente dispuestos a transigir, puesto que se remiten a un individuo mucho más esquemático, fluctuante en la tradición, ínstanciado en múltiples partituras, muchas de ellas orales.
De esta manera, Caperucita Roja, d'Artagnan, Ulises o Madame Bovary se convierten en individuos que viven fuera de sus partituras originales, y pueden pretender hacer afirmaciones ver­daderas al respecto incluso personas que nunca han leído la par­titura arquetípica. Aun antes de leer Edipo Rey, yo había sabido que Edipo se casa con Yocasta. Por muy fluctuantes que sean, estas partituras no son inverificables: si alguien dijera que Madame Bovary se reconcilia con Charles y vive con él feliz y contenta, encontraría la desaprobación de las personas de sano sentido común, como si se hubieran puesto de acuerdo colectivamente sobre el personaje de Emma.
¿Dónde están estos individuos fluctuantes? Depende del formato de nuestra ontología, si da albergue también a las raíces cuadradas, a la lengua etrusca y a dos ideas de la Santísima Trinidad, la romana por la cual el Espíritu Santo procede del Padre y del lijo (ex Paire Fílioque procedit) y la idea bizantina, según la cual el Espíritu procede sólo del Padre. Pero esta región tiene un estatu­to muy impreciso y aloja entidades de distinto calibre, porque Incluso el Patriarca de Constantinopla (dispuesto a enzarzarse con el Papa sobre el Filioque) estaría de acuerdo con el Papa (por lo menos eso espero) en decir que es verdad que Sherlock Holmes vivía en Baker Street, y que Clark Kent es la misma persona que Superman.
Aun así, se ha escrito en infinitas novelas o poemas que —in­vento unos ejemplos al azar— Asdrúbal mata a Corinna o que Teofrasto ama locamente a Teodolinda, y nadie piensa que se puedan hacer afirmaciones verdaderas al respecto, porque se trata de per­sonajes desafortunados o nacidos mal, que no han migrado ni han entrado a formar parte de la memoria colectiva. ¿Por qué es más verdadero, en este mundo, que Hamlet no se casa con Ofelia que el hecho de que Teofrasto al final se casa con Teodolinda? ¿Cuál es la porción de este mundo donde viven Hamlet y Ofelia y no el desafortunado Teofrasto?
Algunos personajes se han vuelto de algún modo colectiva­mente verdaderos porque, en el transcurso de los siglos o de los años, la comunidad ha realizado inversiones pasionales en ellos. Nosotros invertimos pasionalmente de manera individual en una multitud de fantasías que podemos elaborar con los ojos abiertos o en duermevela. Podemos conmovernos de verdad pensando en la muerte de una persona que amamos, o volver a sentir reaccio­nes físicas al imaginarnos mientras mantenemos con ella una rela­ción erótica, y del mismo modo, por procesos de identificación y proyección, podemos conmovernos por el destino de Emma Bovary o, como les ha ocurrido a algunas generaciones, sentirnos arrastrados al suicidio por las desventuras de Werther o de Jacopo Ortis. Pero, cuando alguien nos preguntara si de verdad ha muer­to la persona cuya muerte hemos imaginado, responderíamos que no, que se ha tratado de una privadísima fantasía personal. En cambio, cuando se nos pregunta si de verdad Werther se mató, res­pondemos que sí, y la fantasía de la que hablamos ya no es priva­da, es una realidad cultural con la que está de acuerdo toda la comunidad de los lectores. Tanto que juzgaríamos loco a quien se matara sólo porque se ha imaginado (sabiendo perfectamente que se trataba de un parto de su imaginación) que su amada ha muerto, mientras que intentamos justificar de alguna manera a quien se la matado por el suicidio de Werther, aun sabiendo que se trataba de un personaje ficticio.
Deberíamos encontrar, pues, un espacio del universo en el que estos personajes viven y determinan nuestras conductas, ya que los elegimos como modelo de vida (de la nuestra y de la ajena), nos comprendemos perfectamente cuando decimos que alguien tiene un complejo de Edipo, un apetito pantagruélico, un comportamiento quijotesco, los celos de un Ótelo, una duda hamlética, o que es un donjuán incurable o una celestina. Y esto, en literatura, no sucede sólo con los personajes, sino también con las situaciones y los objetos. ¿Por qué las mujeres que van y vienen por el cuarto hablando de Miguel Ángel, los afilados añicos de botella engastados en el muro al sol que deslumbra, las buenas cosas de pésimo gusto, el miedo que se nos muestra en un puña­do de polvo, el seto de la yerma colina, las claras, frescas y dulces aguas, la feroz comida, se convierten en metáforas obsesivas, dis­puestas a repetirnos a cada instante quiénes somos, qué queremos, dónde vamos, o lo que no somos y lo que no queremos?
Estas entidades de la literatura están entre nosotros. No esta­ban allí desde la eternidad como (quizá) las raíces cuadradas y el teorema de Pitágoras, sino que, a estas alturas, después de haber sido creadas por la literatura y alimentadas por nuestras inversiones pasionales, existen y con ellas debemos echar cuentas. Digamos también, para evitar discusiones ontológicas y metafísicas, que existen como hábitos culturales, disposiciones sociales. Pero también el tabú universal del incesto es un hábito cultural, una idea, una disposición, y aun así ha tenido la fuerza de mover los destinos de las sociedades humanas.
Ahora bien, alguien dice, hoy en día, que también los personajes literarios corren el riesgo de volverse evanescentes, móviles, inconstantes y de perder esa fijeza propia que nos imponía no negar sus destinos. Hemos entrado en la era del hipertexto, y el hipertexto electrónico no sólo nos permite viajar a través de una madeja textual (ya sea toda una enciclopedia o las obras comple­tas de Shakespeare) sin "desovillar" necesariamente toda la infor­mación que contiene, sino penetrándola como haría una aguja de punto en una madeja de lana. Gracias al hipertexto ha nacido también la práctica de una escritura creativa libre. En Internet podemos encontrar programas con los que escribir historias colectivamente, participar en narraciones cuyo curso es posible modificar hasta el infinito. Y si podemos hacer eso con un texto que estamos inventando con un grupo de amigos virtuales, ¿por qué no hacerlo también con textos literarios existentes, adquiriendo programas mediante los cuales podremos cambiar las grandes historias que quizá nos obsesionan desde hace milenios?
Piénsenlo, ustedes leían con pasión Guerra y paz, preguntán­dose si Natasha cedería por fin a las lisonjas de Anatolio, si ese maravilloso príncipe Andrei moriría de veras, si Fierre tendría el valor de dispararle a Napoleón, y ahora, por fin, pueden rehacer su Tolstoi, confiriendo a Andrei una larga vida feliz, haciendo de Fierre el libertador de Europa, y aun más, reconciliar a Emma Bovary con su pobre Charles, madre feliz y sosegada; podrán deci­dir que Caperucita Roja entra en el bosque y se encuentra con Pinocho, o es secuestrada por su madrastra que, con el nombre de Cenicienta, la mete a servicio de Scarlett O'Hara; o que se en­cuentra en el bosque con un donante mágico que se llama Vladimir J. Propp, que le regala un anillo encantado, gracias al cual descubrirá, en las raíces del baniano sagrado de los Thugs, el Aleph, ese punto desde donde se ve todo el universo: a Ana Karenina que no muere bajo el tren, porque los ferrocarriles rusos de vía estre­cha, bajo el gobierno de Putin, funcionan peor que los sumergi­bles; y, lejos, lejos, más allá del espejo de Alicia, a Jorge Luis Borges, que le recuerda a Funes el memorioso que no se olvide de devolver Guerra y paz a la biblioteca de Babel...
¿Estaría mal? No, porque también esto lo ha hecho ya la literatura, y antes que los hipertextos, con el proyecto de Le Livre de Mallarmé, los cadáveres exquisitos de los surrealistas, los millones de poemas de Queneau, los libros móviles de la segunda vanguardía. Y es esto lo que ha hecho la ajam session jazz. Pero el hecho de que exista la práctica de lajam session, que cambia el destino de un tema cada velada, no nos libra, ni nos desanima, de ir a las salas de concierto donde la Sonata en si bemol menor op, 35 acabará de la misma manera todas las veladas y siempre.
Alguien ha dicho que al jugar con mecanismos hipertextuales eludimos dos formas de represión: la obediencia a peripecias decididas por otro y la condena a la división social entre los que escriben y los que leen. Esto me parece una majadería, pero, desde luego, jugar creativamente con los hipertextos, modificando las historias y contribuyendo a la creación de otras, puede ser una actividad apasionante, un excelente ejercicio para practicarlo en el colegio, una nueva forma de escritura muy afín a las jam sessions. Creo que podrá ser bonito, e incluso educativo, intentar modificar las historias que existen ya, así como sería interesante transcri­bir Chopin para mandolina: serviría para agudizar el ingenio musical y para entender por qué el timbre del piano era tan consustancial a la sonata en si bemol menor. Puede educar el gusto visual y la exploración de las formas intentar collages compo­niendo retazos de los Esponsales de la Virgen, de las Demoiselles 1'Avignon y de la última historia de los Pokémon. En el fondo, muchos grandes artistas lo han hecho.
Pero estos juegos no sustituyen la verdadera función educativa de la literatura, función educativa que no se reduce a la trans­misión de ideas morales, ya sean buenas o malas, o a la formación del sentido de la belleza.
Yury Lotman, en Cultura y explosión (Barcelona: Gedisa, l998), retoma la famosa recomendación de Chéjov por la cual si en una narración o en un drama se nos muestra al principio un fusil colgado de una pared, antes del final ese fusil tendrá que dis­parar. Lotman nos deja entender que el verdadero problema no es si, al final, el fusil llegará a disparar de verdad. Precisamente el no saber si disparará o no es lo que otorga significatividad a la trama; Leer un relato quiere decir también ser presa de una tensión, de un espasmo. Descubrir al final si el fusil ha disparado o no, no adquiere el sencillo valor de una noticia. Es el descubrimiento de que las cosas han ido de una determinada manera, y para siempre, más allá de los deseos del lector. El lector debe aceptar esta frustra­ción, y a través de ella sentir el escalofrío del Destino. Si se pudiera decidir el destino de los personajes, sería como ir al mostrador de una agencia de viajes: "Entonces, ¿dónde quiere encontrar a la Ballena, en las Islas Samoa o en las Aleutinas? ¿Y cuándo? ¿Y quie­re matarla usted, o deja que lo haga Quiqueg?". La verdadera lec­ción de Moby Dick es que la ballena va donde quiere.
Piensen en la descripción que Hugo hace de la batalla de Waterloo en los Miserables. A diferencia de Stendhal, que describe la batalla con los ojos de Fabrizio, que está dentro y no entiende lo que está pasando, Hugo la describe con los ojos de Dios, la ve desde arriba: sabe que si Napoleón hubiera sabido que más allá de la cresta de la meseta de Mont-Saint-Jean había un barranco (pero su guía no se lo dijo), los coraceros de Milhaud no habrían caído a los pies del ejército inglés; que si el pastorcillo que hacía de guía a Bülow hubiera sugerido un recorrido distinto, el ejército prusiano no habría llegado a tiempo para decidir la suerte de la batalla.
Con una estructura hipertextual podríamos volver a escribir la batalla de Waterloo haciendo que llegaran los franceses de Grouchy en lugar de los alemanes de Blücher, y existen wargames que permiten hacerlo, y con gran diversión. Pero la trágica gran­deza de esas páginas de Hugo reside en el hecho de que (más allá de nuestros deseos) las cosas van como van. La belleza de Guerra y paz es que la agonía del príncipe Andrei concluye con la muerte, por mucho que lo sintamos. La dolorosa maravilla que nos procura cada relectura de los grandes trágicos es que sus héro­es, que podrían haber escapado de un destino atroz, por debilidad o ceguera no entienden a qué salen al encuentro, y caen en el abismo que han cavado con sus propias manos. Por otra parte, Hugo lo dice, después de habernos mostrado qué otras oportuni­dades habría podido aprovechar Napoleón en Waterloo: "¿Era posible que Napoleón ganase esta batalla? Nosotros contestamos: no. ¿Por qué? ¿Por causa de Wellington? ¿Por causa de Blücher? No. Por causa de Dios".
Esto es lo que nos dicen todas las grandes historias, si acaso sustituyendo el sino a Dios, o las leyes inexorables de la vida. La (unción de los relatos "inmodificables" es precisamente ésta: contra cualquier deseo nuestro de cambiar el destino, nos hacen tocar con nuestras propias manos la imposibilidad de cambiarlo. Y al hacerlo, nos cuenten lo que nos cuenten, cuentan también nuestra historia, y por eso los leemos y los amamos. Necesitamos esa severa lección "represiva". La narrativa hipertextual puede edu­carnos a ser libres y creativos. Está bien, pero no lo es todo. Los relatos "ya hechos" nos enseñan también a morir.
Creo que esta educación al Sino y a la muerte es una de las funciones principales de la literatura. Quizá haya otras, pero ahora no se me ocurren.

Umberto Eco.
Texto tomado de su libro "Sobre la literatura".