Revista Cultural.

EDITORIAL.

Hola.
Volvimos, al fin y con un nuevo número de la litera-dura.
Este mes vamos a abordar el tema de la importancia de la comunicación. Les mandamos un saludo desde este espacio a todos los profesores y por supuesto les deseamos un ciclo escolar de excelencia a todos los estudiantes que forman y conforman este foro.

Tú hablas una lengua, en este caso el español, sin embargo, muchas veces te cuesta trabajo decir lo que quieres, lo que piensas o lo que sientes.
¿Por qué?
a) ¿No encuentras como expresarlo?
b) ¿Te equivocas continuamente cuando lo intentas?
c) ¿Tartamudeas?
d) ¿Se te enredan las palabras?
e) ¿No te entienden los demás?
f) ¿Te asaltan los nervios?
g) Te asaltan tantas ideas que por principio ¿no sabes cómo proyectarlas?

Cuando lees, tampoco captas con facilidad el mensaje escrito.
¿Por qué?
a) ¿Te aterra leer en voz alta?
b) ¿Temes no pronunciar bien ni dar la entonación adecuada?
c) ¿Se te confunden los vocablos?
d) ¿Te encierras en la lectura silenciosa para poder comprenderla?
e) ¿Sientes inseguridad?
f) ¿Se te dificulta a la vista?

Y que tal cuando tienes que escribir…
a) ¿Qué hacer?
b) ¿Qué decir?
c) ¿Cómo resolverlo?
d) ¿Dónde?
e) ¿Cuándo?
f) ¿Quién lo va a leer?
Y es evidente que tú mismo intuyes ¿El por qué? Y ¿El para qué? De la escritura.

En este espacio vamos a procurar guiarte y a crear un breve espacio de estrecha comunicación por que no existe una forma más competente de aprender a expresarte, sino, a través de un foro de expresión. Entonces, entre tu voz interior y la voz ajena se va a desarrollar completamente esta revista cultural. Cada ser humano tiene una capacidad de significación latente, sea lingüística en particular o semiótica en general; esto es, una aptitud dormida o adormecida para comunicarse y realizar cosas con las palabras. Despertémosla. Usémosla en todas sus funciones y en el mayor número de sus productos. Sólo así seremos más competentes en la realización de los diversos actos de habla y objetos-lenguaje que requiere la sociedad donde nos desenvolvemos como seres humanos.

Le tengo rabia al silencio
Por lo mucho que perdí
Que no se quede callado
Quien quiera ser feliz.
Atahualpa Yupanqui.




Atte. Andrés Galván.

martes, 17 de noviembre de 2009

FERNANDO SAVATER.



La lectura apasionada.

Empezaré por una declaración de principios (es decir, que empiezo por el principio, fiel a la lógica por una vez). Un pensador por el que siento resignada admiración pero ningún cariño, Heidegger, comentó extensamente un par de versos de Holderlin en los que se asegura que "lleno de méritos pero poética­mente habita el hombre la tie­rra"; yo me atrevo a sostener que algunos habitamos la tierra como lectores y que todo el res­to de lo que hacemos —inclui­da la poesía, en su caso— es una consecuencia de haber leído o un pretexto para seguir leyendo.
El hecho de leer —ese miste­rio absorto— es lo más notable que me ha ocurrido en la vida, más que los dulces espasmos del amor, más que la camaradería de los amigos, más que la certidumbre horrorosa e incom­prensible de la muerte, más que tener un hijo o asistir a muchos Derbys, yo diría que también más que la vida misma, porque el menester de vivir me parece subyugado a la ocasión de leer que lo rescata lo mismo que las peripecias de un viaje poco confortable son inferiores al paisa­je deslumbrante o el irrepeti­ble monumento artístico que recompensa nuestro desplaza­miento... y ello aunque sabemos que el uno no nos hubiera resultado deslumbrante ni el otro irrepetible sin las necesarias pe­nalidades del viaje.
Ya está: sólo soy un lector. Lo demás es miseria o corolario. Y el lugar de un lector, su palacio, su aula y su palestra es la biblioteca. He leído que algunos aprenden grandes cosas sobre el universo y nuestras servidum­bres para con él bajando a las cloacas o convocando a los dio­ses: por mi parte, sólo puedo de­cir que leí su testimonio junto a muchos otros y eso me basta. Supongo que tendrán razón, lo mismo que yo tengo una para no haberlos imitado. De modo que si me inquieren sobre qué libro o libros me llevaría a una isla desierta no sé cómo contes­tar porque la única isla desierta que conozco —desierta de adláteres pero abarrotada de íntimos fantasmas— es precisamente la biblioteca en la que moro desde que tengo uso de razón, o lo que es igual: capacidad de leer.
Mi biblioteca ideal se confun­de, pues, con mi biblioteca real, convertida por la fatalidad del apasionamiento en el ideal real de mi vida. Y para hablar de mi biblioteca como es debido tengo que empezar por el hecho que más la caracteriza: su desorden. No es un desorden completo, un pleno azar, el caos. Sería una empresa titánica yuxtaponer los libros sin consentir en su vecin­dad rastros de afinidad o sim­patía. Desordenar por comple­to una biblioteca, ha de ser aún más difícil que ordenarla del todo (también desordenar es or­denar al revés, para lo cual hay que conservar un orden inten­cional en la cabeza y la volun­tad de contrariarlo en la prác­tica; esa coacción favorece mil formas nuevas de orden rebelde que subvierten el desorden es­tablecido: si intentamos corre­girlas en un estante provocamos otras nuevas en los demás, etcé­tera). No, el desorden de mi biblioteca no es perfecto ni buscado, sólo se trata de un orden fracasado al que derrotaron poco a poco la incesante acumulación de novedades y la pereza de su universo, para que ustedes me entiendan y que me perdone Borges el guiño a su inolvida­ble biblioteca de Babel.
Agobiados bajo excrecencias incontrolables y ramificaciones caprichosas quedan aún vesti­gios del orden primigenio, algo así como núcleos de emoción que estructuran vagamente el conjunto informe, orientando un poco las pesquisas de mi desme­moria aunque de modo reite­radamente falible. Supongo que puedo considerar como los li­bros más importantes para mí aquellos cuya ubicación no he perdido del todo, los que estoy aún seguro (¿seguro?) de que podría encontrar si quisiera, en torno a los cuales por vago pa­rentesco va cristalizando el res­to más y más indómito de la biblioteca. Puedo muy bien, por ejemplo, localizar hacia los es­tantes centrales las obras com­pletas de Robert Louis Steven-son, en la edición de veintitantos volúmenes rojos con lomo do­rado que preparó a finales del siglo pasado la casa Scribner's Sons (junto a ellos, como un minúsculo remolcador entre gran­des transatlánticos, el librito de la colección Pulga que contie­ne La isla del tesoro, donde leí por primera vez la rara historia de amistad entre Jim Hawkins y John Silver). Y sé que encon­traré cerca las múltiples advoca­ciones de Moby Dick, mi novela predilecta y el mito elemental-mente trágico —elemental por el antagonismo entre cosas na­turales y voluntad humana, no por lo primario— en torno al cual he dispuesto los símbolos de mi vida. Poseo la novela de Melville en múltiples traducciones y formatos, presididos por la gran acuñación llevada a cabo por University of Califor­nia Press, entre las que cuenta con mi especial cariño la publi­cada por el anarquista Juan Gó­mez Casas en Aguilar tras varias décadas de cárcel franquista y que quiero suponer realizada du­rante esa estancia en el vientre mismo del Leviatán.
Cuando gozaba mis diecisie­te años concebí que mi amor a la literatura brotaba de un cuá­druple principio de razón sufi­ciente: Giovanni Papini, H. G. Wells, Osear Wilde y Edgar Allan Poe. A los cuatro los sigo teniendo bien localizados en la biblioteca y en la memoria, aun­que sin duda mi amistad con el primero es la que hoy me pre­senta mayores dificultades (a los otros tres me resulta inverosí­mil concebirlos menos queridos ayer, ahora o nunca). Supongo que Papini fue el primer Borges de mi vida, o mejor un san Juan Bautista vociferante y capitidisminuido que anunciaba el ad­venimiento del Ungido por la gracia que supera la escisión en­tre literatura y filosofía. Pero Papini no es en sí mismo un autor desdeñable y aún está pre­sente en mí, sobre todo en mis intemperancias y cuando estor­nudo teológicamente... Luego llegó Borges y nada fue ya lo mismo. Emir Rodríguez Monegal cuenta su revelación del maestro con un hiperbólico "en­tonces acabó para mí la litera­tura y empezó Borges". No voy a decir tanto y sobre todo no voy a decirlo igual, aunque sin duda del descubrimiento de esa forma de leer y de decir nunca me repondré afortunadamente del todo. Hay escritores sin cuya frecuentación habría disfrutado mucho menos o sería mucho más imbécil: sin Borges habría sido otro escritor... o ninguno. Vuelvo a mis estanterías y reencuentro a los amigos segu­ros, los que no dejo que se me pierdan, la turba famosa y va­riopinta: Valle-Inclán y Lovecraft, Conan Doyle y Guiller­mo Cabrera Infante, Nabokov, Octavio Paz y Kafka, Santayana, Thomas Bernhard, Tolkien, John Dickson Carr, Leopardi, Chesterton, La muerte de Iván Illich de Tolstói, Bertrand Russell, los artículos de Larra y los sonetos de Quevedo, Spinoza... ¡Qué buen apetito, como de todo! ¡Me fastidian los remil­gados —que siempre leen con el meñique levantado como si estuvieran tomando té con la reina— y los especialistas, esos vegetarianos de la literatura! No he mencionado a Shakespeare pero ¿acaso esperan ustedes que les recuerde que como Shakespeare no hay ninguno? Ni que fuera yo Harold Bloom... Tam­bién he olvidado a Platón, Aris­tóteles y Hornero: concédanme la merced de recordarlos por mí. Y por favor, no crean que ten­go nada contra los germanos, aunque mis alemanes preferidos (Lichtemberg, Schopenhauer, Nietzsche) no les regatearan sus fraternales zarpazos.
Faltan los franceses, ¿verdad? Ahora voy a explicarlo. En mi biblioteca, los autores que es­criben en francés están todos juntos o vecinos, sea cual fuere su género, incluso a pesar de las diferencias del aprecio que les profeso. Y eso porque la impor­tancia en mi vida literaria de la lengua francesa es incompara­blemente mayor que la de cual­quiera de los escritores que la han ejercido. Leer en francés ha sido, es y será el más dulce y provechoso vicio con que disfruto: antes dejaré de leer en castellano, incluso antes dejaré de leer que prescindir de leer en lengua francesa. Digo leer, por­que nunca he tenido capacidad ni he sentido tentación de escri­bir una sola línea en otro idio­ma que el mío. No, al francés le devuelvo en castellano el pla­cer que siento paladeándolo: y gracias a leer en francés no es­cribo castellano del todo mal, es decir, como los castizos. Por lo demás, ya sé que en francés hay escritores y escritores: el pri­mero de los míos es Montaigne y el segundo Cioran; después los moralistas del Gran Siglo, Voltaire, Diderot, Rousseau y madame du Deffand. ¿Novelistas? Stendhal, Flaubert y —como única originalidad plebeya— la preferencia por Anatole France frente a Proust. Sin sorpresas en­tre los poetas: primero Baudelaire, luego Rimbaud y de postre Valéry. En el ensayo contem­poráneo tantos, tantos, como el entrañablemente limitado Albert Camus y el Sartre de los formatos reducidos a la cabe­za. Concluyo mencionando dos amistades íntimas, que en Es­paña creo que sólo comparten los bappy few: Clément Rosset y Roger Caillois.
Dejémoslo aquí: no lo he di­cho todo de todos pero ya está todo dicho. No voy a recomendar a nadie la lectura como no pretendo aconsejar la dulce y fiera práctica del coito o la de­gustación de ese amigo de los hombres, el vino. Toda pasión tiene sus peligros y sólo los idio­tas sueñan con una vida apasio­nadamente segura, como sólo los exangües buscan una segu­ridad apática. Quien no quiera mojarse que no aprenda a na­dar, ni se atreva a amar o a be­ber. Y que no lea tampoco o que sólo lea para aprender, para des­tacar, para hacerse sabio o fa­moso, es decir: para seguir sien­do idiota. El que valga para leer, leerá: en pergamino, en volu­men encuadernado en piel, en libro de bolsillo, en hoja volan­dera o en la pantalla del ordena­dor. Leerá por nada y por todo, sin objetivo y con placer, como quien respira, como quien se embriaga o enreda sus piernas en las de alguien apetecible.
Sólo eso importa, cuando la pa­sión manda. Y así he leído yo no toda mi vida pero sí en los mejores momentos de mi vida. Ahora retrocedo un paso y aca­ricio con los ojos esta sobrecar­gada biblioteca con la que vivo, en la que vivo. Es como la far­macia de un viejo alquimista, donde pueden buscarse anal­gésicos y afrodisíacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria o pesadilla y la seca agudeza descarnada que desve­la lo real. Ya es hora de volver a ella.


FERNANDO SAVATER.
Texto tomado del libro "Loor al leer".

JUAN DOMINGO ARGÜELLO.



¿Es mejor leer que escribir?

“Leer es mejor que vivir", "si no pudiera leer, me moriría", "leer es como respirar", "leer es necesario, vivir no es necesario", "los libros son mejores que la vida", "los libros (y también los perros) son mejores que las personas", etcétera. Hay miles de frases para todo, y aun frases, aparentemente nobles e insignes, con las que se puede justificar lo que sea. (No nos engañemos: que estén reputadas como no­bles e insignes, no quiere decir forzosamente que sean un dechado de inteligencia, pues pueden ser incluso obtusas y aberrantes.)
Frases "edificantes". Las hemos leído o escuchado más de una vez. Su propósito declarado es obvio: decirnos cuánto desperdicio puede tener la vida si en ella no están presentes los libros. Pero, en un exceso dogmático, cierto celo cultural parecido al más elemental fanatismo lleva a mayores extremos este propósito en personas incluso inteligentes que, enfática pero también torpemente, aseguran que la vida no sólo es triste, gris y absurda sin los libros, sino que los libros siempre serán mejores que la triste, gris y absurda existencia.
Se trata de un razonamiento por lo menos ingenuo cuando no obtuso. Como es obvio, sin vida no hay libros. Los libros los escriben y los leen los vivos, y aun en los mejores extremos culturales, leer libros no es el propósito de la existencia, como tampoco lo es escalar la mon­taña más alta (para un alpinista) o romper el récord mundial de cien metros planos (para un atleta especializado en la velocidad). Se supone que esos logros les dan satisfacción, alegrías y aun —si esto es posible decirlo— felicidad, pero ni leer libros ni escalar montañas ni ser los co­rredores más veloces constituyen el fin mismo de la existencia; esos son los satisfactores que le dan sentido a la vida o, si se quiere, un es­pecial sentido. Son placeres y, ya sabemos, que los placeres, cuando lo son, nos llevan a reincidir en ellos, a repetirlos, a disfrutarlos una y otra vez sin disgusto: así el alpinista, así el atleta, así el lector. En su Pequeño tratado de las grandes virtudes, con la sabiduría y la sensatez que le carac­terizan, André Comte-Sponville se pregunta, y nos pregunta: "¿Cómo podría un libro hacer las veces de la vida?"
Quizá esta falacia de que la lectura, o sea la ficción, es mejor que la vida, nos viene de una confusión histórica absolutamente occidental. A decir del gran pensador español Ramón Gaya, Occidente se ha em­peñado en ignorar algo que Oriente ha sabido desde el principio: que el arte y la vida no son dos cosas, sino una; que el arte no es otra cosa que la vida y que, en este sentido, pensar que los libros son mejores que la existencia (un fragmento que está incluido en el todo) es una sandez tan desmesurada que no admite siquiera la más cordial de las discusiones.
Mucha gente confundida por los charlatanes esteticistas de la cultura repite con ellos que la obra de arte, y dentro de ella los libros, es un fin en sí misma; que tiene vida autónoma sin más. Pero Gaya mis­mo ya lo dijo, a propósito de Rimbaud: "fue un artista excesivo, genial si se quiere, pero pequeño, y creyó en lo que creen los artistas peque­ños: creyó en el arte como un fin, y una creencia que equivoca su objeto se defrauda". Para Gaya, el arte no es un fin sino un tránsito, en todo caso un medio para aspirar a sentir a plenitud la existencia, no para, cándidamente, sustituirla. Esta infeliz y ridícula creencia de que el arte, los libros, la lectura, son mejores que la vida no proviene en todo caso de los espíritus elementales y sinceros, sino de aquellos cultos que, con arrogancia e ignorancia (la arrogancia que les da el ser "cultos"; la igno­rancia que les da la soberbia de "saber") formulan cosas incomprensibles y absurdas que ellos mismos llegan a confundir con la inteligencia.
El libro y la lectura jamás serán un fin, siempre serán un medio, un instrumento, y la vida hace uso de ellos para al menos soñar que se pueden alcanzar mayores intensidades espirituales e intelectuales. Del mismo modo que se digieren los alimentos, para convertirlos en ener­gía vital, los libros sólo tienen sentido si conseguimos que sean com­bustible vital. Por ello, no se equivocaba el escritor argentino Noéjitrik cuando, en su libro La lectura como actividad, planteaba esta certidum­bre que tiene la potencia de un aforismo: "Leer es transformar lo que se lee". Y, aun así, la vida no se reduce a leer. Por ello, quien afirme que los libros son mejores que la vida, además de estar diciendo un dis­parate lo que quiere significar, y esto es obvio aunque por supuesto no lo declare ni mucho menos lo acepte, es que su vida, no la vida en ge­neral sino tan sólo la suya propia (y nada más), es triste, desabrida, au­sente de entusiasmo, prosaica, estéril, vacía, etcétera. ("Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos", diría, agudamente, Fernando Pessoa.) Y todas estas enfermedades de una existencia así no se curan con libros, sino que incluso, tal vez, los libros tiendan a agravarlas.
Pablo Neruda, que sin duda amaba los libros, dice, maravillosa­mente, en una de las odas que escribió para celebrar este extraordinario medio de transmisión cultural y de gozo: "Libro, cuando te cierro/ abro la vida", con lo cual confronta esa insensata y ridícula idea de que los libros son mejores que la vida. Y añade no menos extraordinaria­mente, a favor de esta certeza: "Amo los libros/ exploradores, / libros con bosque o nieve,/ profundidad o cielo,/ pero/ odio/ el libro araña/ en donde el pensamiento/ fue disponiendo alambre venenoso/ para que allí se enrede/ la juvenil y circundante mosca".
Versos más adelante, como reacción ante lo que podría ser la fa­tua erudición o la estéril sabiduría de quienes sólo saben de libros y de artificios, pero muy poco de la existencia, Pablo Neruda canta: "Libro, déjame libre./ Yo no quiero ir vestido/ de volumen,/ yo no vengo de un tomo,/ mis poemas/ no han comido poemas,/ devoran/ apasio­nados acontecimientos,/ se nutren de intemperie,/ extraen alimento/ de la tierra y los hombres./ Libro, déjame andar por los caminos/ con polvo en los zapatos/ y sin mitología:/ vuelve a tu biblioteca,/ yo me voy por las calles".
Nunca el arte, nunca la literatura, nunca los libros, nunca la lec­tura son un fin en sí mismos. Plantearlos como un fin es desembocar en una noción abstracta y espiritualmente estéril. Hay quienes dicen, y además lo creen, que hay que vivir para el arte, para la cultura, para la literatura, para los libros, para la patria (nociones de sumo abstrac­tas), y ostentan también que todas estas ocupaciones son de tal modo exigentes que absorben por completo su existencia y que ellos, gustosamente, se entregan, se sacrifican sin oponer resistencia a esa demanda suprema, porque lo más importante, insisten, es el arte en sí, la cultura en sí, la literatura en sí, la patria en sí.
Pero aun el contradictorio y a veces impredecible Witold Gombrowicz nos advierte lo siguiente, con extrema lucidez: "Tanto el arte como la patria en sí significan bien poco. Significan muchísimo cuando a través de ellos el hombre se une a los valores esenciales y más pro­fundos de la existencia". Es decir, significan mucho cuando nos ayudan a vivir mejor. Más aún: Gombrowicz abogaba porque el arte no fuese nada más una simple ficción y una pomposa ceremonia, sino una ver­dadera coexistencia del hombre con el hombre, y recomendaba: "Si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa". Esto mismo deberíamos hacer, a cada momento, como lectores: verificar si lo que leemos en­riquece nuestra vida y si realmente nos interesa, o si solamente leemos para decir, para presumir que ya leímos otro libro.
Y esto deberíamos hacerlo aun en el caso de algunas de las lla­madas "obras maestras". Para Gombrowicz, sólo la superstición cultural y los mitos creados por la ceguera esteticista nos pueden llevar a no ad­vertir que existen los libros perfectos pero vacíos; libros que son modelos de abstracción, del arte por el arte, escritos por grandes estetas, pero estériles, ausentes de profundidad humana. Son esos libros que, pese a su reputación de "grandeza", "maestría" o "perfección", nos resultan leja­nos, inaccesibles y fríos, "puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción".
Por lo demás, el que cree que sólo puede ser feliz cuando se in­troduce en una fantasía, en una ficción o en las páginas de una emo­ción ajena (por muy extraordinarias que éstas sean), es probable que habite en una gran mentira sobre la existencia. Nadie le va a negar, por supuesto, su derecho a decir y a creer que sólo en los libros encuentra la felicidad o la alegría, pero lo que no puede ignorar es que los libros, aun los más extraordinarios, no son otra cosa que parte de la vida; de ahí la absoluta contradicción, incoherencia e incongruencia de una convicción tan necia o por lo menos tan candida.
Aun en el caso de la escritura, tampoco los libros son mejores que la vida, incluso tratándose de la vida de escritores que, aparentemente, pero sólo aparentemente, viven o vivieron "para escribir". Otra vez la disyuntiva se torna falacia, producto de la mistificación con la que acaba engañándose el propio escritor. Un periodista le pregunta, por ejemplo, a un redactor cualquiera: "¿Podría usted dejar de escri­bir?" Y él responde, con otra pregunta, entre irónica, autocomplaciente y falsamente indignada: "¿Puedo acaso dejar de respirar?", dejando asentado, con ello —autosuficiente y vanidoso— que, para él, vivir y escribir son la misma cosa y que, en la hipótesis que plantea la pregunta del entrevistador, dejar de escribir equivale a dejar de vivir. (Si el re­dactor fuese realmente inteligente, en lugar de querer pasar por agu­do, tendría que saber que no el dejar de escribir sino el cese de ciertas funciones fisiológicas, algunas de ellas por cierto muy prosaicas, es lo único que lo podría conducir realmente a la muerte.)
Muy distinta, en cambio, fue la respuesta de Julio Cortázar, cuan­do una investigadora literaria le formuló la siguiente pregunta: "¿Pue­des escoger entre esta dos frases para describir a Cortázar: Vivir es escribir o escribir es vivir?" De inmediato, el autor de Rajuela respondió convencido:
Vivir es escribir, desde luego no. En cuanto a escribir es vivir es en parte exacto, pero sólo en parte. Escribir es vivir una parte de la vida, en mi caso una parte muy importante, probablemente la más importante, pero no es toda la vida. Yo no formo parte de ese tipo de escritores cuya vocación los mete en la escritura y todo el resto no tiene importancia. [...] Paso largas temporadas sin escribir nada y no me siento peor por eso; hago otras cosas.
Si le preguntáramos al alpinista qué es lo que lo hace más feliz en la vida, probablemente dirá que enfrentar y vencer el reto de escalar el monte más alto. Si se lo preguntáramos al atleta especializado en la velocidad, tal vez responda que batir el record mundial de los 9.76 segundos en los cien metros planos. Esta misma pregunta hecha a un lec­tor, tal vez propicie la respuesta de que leer y releer los libros que lo apasionan es lo que más felicidad le entrega en la vida.
Pero convengamos en que, a menos que seamos sofistas, esto es retóricos, embaucadores, manipuladores y torcedores del significa­do del lenguaje, ni escalar ni correr ni leer, por mucha satisfacción que nos den, sustituyen a la vida (es decir, a todo lo que tiene la vida), sino que son elementos fundamentales de nuestras vidas para que alcance­mos la quizá siempre efímera felicidad. Amamos la vida y nos sentimos contentos de estar vivos porque podemos escalar, correr y leer, y porque podemos también caminar, pintar, cantar, bailar, tocar un instrumen­to musical, etcétera. Parece obvio que, sin la vida, nada tiene sentido; ni siquiera los libros, por supuesto.

JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Texto tomado de su libro "Antimanual para promotores de lectura".

OCTAVIO PAZ.


POESÍA Y POEMA

… La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, res­piración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimen­tan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conju­ro, magia. Sublimación, compensación, condensación del in­consciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia, sentimiento, emoción, intui­ción, pensamiento no-dirigido. Hija del azar; fruto del cálcu­lo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo. Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una copia de la Idea. Lo­cura, éxtasis, logos. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión. Experiencia innata. Visión, música, sím­bolo. Analogía: el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino correspon­dencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral, ejemplo, revelación, danza, diálogo, monólogo. Voz del pue­blo, lengua de los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, os­tenta todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno: el poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!
¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta que las justifica y que al encarnarlas les da vida? Ex­presiones de algo vivido y padecido, no tenemos más remedio que adherirnos a ellas —condenados a abandonar la primera por la segunda y a ésta por la siguiente. Su misma autenti­cidad muestra que la experiencia que justifica a cada uno de estos conceptos, los trasciende. Habrá, pues, que interrogar a los testimonios directos de la experiencia poética. La unidadde la poesía no puede ser asida sino a través del trato desnudo y personal con el poema.
Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no con­fundimos arbitrariamente poesía y poema? Ya Aristóteles decía que "nada hay de común, excepto la métrica, entre Hornero y Empédocles; y por esto con justicia se llama poeta al primero y fisiólogo al segundo". Y así es: no todo poema —o para ser exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro— contiene poesía. Pero esas obras métricas ¿son verdaderos poemas o artefactos artísticos, didácticos o retó­ricos? Un soneto no es un poema, sino una forma literaria, excepto cuando ese mecanismo retórico —estrofas, metros y rimas— ha sido tocado por la poesía. En contra de lo que pensaba Juan de Mairena, hay máquinas de rimar pero no de poetizar. Por otra parte, hay poesía sin poemas; paisajes, per­sonas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas. Pues bien, cuando la poesía se da como una condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias aje­nas a la voluntad creadora del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando —pasivo o activo, despierto o sonámbulo— el poeta es el hilo conductor y transformador de la corriente poética, estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra. Un poema es una obra. La poesía se polariza, se congrega y aísla en un producto humano: cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aísla y revela plenamente. Así pues, es lícito preguntar al poema por el ser de la poesía si deja de concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier contenido. El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poe­sía y el hombre. Poema es un organismo verbal que contiene, suscita o segrega poesía.

OCTAVIO PAZ.
Tomado de su libro "El arco y la lira".

RICARDO PIGLIA.


¿Qué es un lector?

Hay una foto donde se ve a Borges que intenta desci­frar las letras de un libro que tiene pegado a la cara. Está en una de las galerías altas de la Biblioteca Nacional de la calle México, en cuclillas, la mirada contra la página abierta.
Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podemos imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar. Esta podría ser la pri­mera imagen del último lector, el que ha pasado la vida le­yendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara. «Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven.»
Hay otros casos, y Borges los ha recordado como si fueran sus antepasados (Mármol, Groussac, Milton). Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe con­fusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor.
«El Aleph», el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo se desordena y se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta dinámica del ver y el descifrar. Los signos en la página, casi invisibles, se abren universos múltiples. En Borges la lectura es un arte de la distancia y de la escala.
Kafka veía la literatura del mismo modo. En una carta a Felice Bauer, define así la lectura de su primer libro: «Realmente hay en él un incurable desorden, y es preciso acercarse mucho para ver algo» (la cursiva es mía).
Primera cuestión: la lectura es un arte de la microsco­pía, de la perspectiva y del espacio (no sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física.
Joyce también sabía ver mundos múltiples en el mapa mínimo del lenguaje. En una foto, se lo ve vestido como un dandy, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento.
El Finnegans Wake es un laboratorio que somete la lectura a su prueba más extrema. A medida que uno se acerca, esas líneas borrosas se convierten en letras y las le­tras se enciman y se mezclan, las palabras se transmutan, cambian, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre en expansión. Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria.
La primera representación espacial de este tipo de lec­tura ya está en Cervantes, bajo la forma de los papeles que levantaba de la calle. Ésa es la situación inicial de la no­vela, su presupuesto diríamos mejor. «Leía incluso los pa­peles rotos que encontraba en la calle», se dice en el Quijo­te.
Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la im­prenta ha empezado a difundir poco tiempo antes); en el tumulto de la ciudad se detiene a levantar papeles tiradosen la calle, quiere leerlos.
Sólo que ahora, dice Joyce en el Finnegans Wake —es decir en el otro extremo del arco imaginario que se abre con Don Quijote—, estos papeles rotos están perdidos en un basurero, picoteados por una gallina que escarba. Las pala­bras se mezclan, se embarran, son letras corridas, pero legi­bles todavía. Ya sabemos que el Finnegans es una carta ex­traviada en un basural, un «tumulto de borrones y de manchas, de gritos y retorcimientos y fragmentos yuxtapuestos». Shaum, el que lee y descifra en el texto de Joyce, está condenado a «escarbar por siempre jamás hasta que se le hunda la mollera y se le pierda la cabeza, el texto está destinado a ese lector ideal que sufre un insomnio ideal» (by that ideal reader sufferingfrom an ideal insomnia).
El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lec­tor insomne, el que está siempre despierto, son representa­ciones extremas de lo que significa leer un texto, personifi­caciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida.
Muchas veces los textos han convertido al lector en un héroe trágico (y la tragedia tiene mucho que ver con leer mal), un empecinado que pierde la razón porque no quiere capitular en su intento de encontrar el sentido. Hay una larga relación entre droga y escritura, pero pocos rastros de una posible relación entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de Arlt, de Flaubert) donde la lectura se convierte en una adicción que distorsiona la realidad, una enfermedad y un mal.
Se trata siempre del relato de una excepción, de un caso límite. En la literatura el que lee está lejos de ser una figura normalizada y pacífica (de lo contrario no se narra­ría); aparece más bien como un lector extremo, siempre apasionado y compulsivo. (En «El Aleph» todo el universo es un pretexto para leer las cartas obscenas de Beatriz Viterbo.)
Rastrear el modo en que está representada la figura del lector en la literatura supone trabajar con casos especí­ficos, historias particulares que cristalizan redes y mundos posibles.
Detengámonos, por ejemplo, en la escena en la que el Cónsul, en el final de Under the Volcano, la novela de Malcolm Lowry, lee unas cartas en El Farolito, la cantina de Parián, en México, a la sombra de Popocatépetl y del Iztaccíhuatl. Estamos en el último capítulo del libro y en un sentido el Cónsul ha ido hasta allí para encontrar lo que ha perdido. Son las cartas que Yvonne, su ex mujer, le ha escri­to en esos meses de ausencia y que el Cónsul ha olvidado en el bar, meses atrás, borracho. Se trata de uno de los motivos centrales de la novela; la intriga oculta que sostiene la tra­ma, las cartas extraviadas que han llegado sin embargo a destino. Cuando las ve, comprende que sólo podían estar allí y en ningún otro lado, y al final va a morir por ellas.
El Cónsul bebió un poco más de mezcal…«Es este silencio lo que me aterra... este silencio...»El Cónsul releyó varias veces esta frase, la misma fra­se, la misma carta, todas las letras, vanas como las quellegan al puerto a bordo de un barco y van dirigidas a al­guien que quedó sepultado en el mar, y como tenía ciertadificultad para fijar la vista, las palabras se volvían borro­sas, desarticuladas y su propio nombre le salía al encuentro; pero el mezcal había vuelto a ponerlo en contactocon su situación hasta el punto de que no necesitabacomprender ahora significado alguno en las palabras,aparte de la abyecta confirmación de su propia perdición…

En el universo de la novela las viejas cartas se entien­den y se descifran por el relato mismo; más que un senti­do, producen una experiencia y, a la vez, sólo la experien­cia permite descifrarlas. No se trata de interpretar (porque ya se sabe todo), sino de revivir. La novela -es decir, la ex­periencia del Cónsul- es el contexto y el comentario de lo que se lee. Las palabras le conciernen personalmente, como una suerte de profecía realizada.
En el exceso, algo de la verdad de la práctica de la lec­tura se deja ver; su revés, su zona secreta: los usos desvia­dos, la lectura fuera de lugar. Tal vez el ejemplo más níti­do de este modo de leer esté en el sueño (en los libros que se leen en los sueños).
Richard Ellman en un momento de su biografía mues­tra a Joyce muy interesado por esas cuestiones. «Dime, Bird, le dijo a William Bird, un frecuente compañero de aquellos días, ¿has soñado alguna vez que estabas leyendo? Muy a menudo, dijo Bird. Dime pues, ¿a qué velocidad lees en tus sueños?»
Hay una relación entre la lectura y lo real, pero tam­bién hay una relación entre la lectura y los sueños, y en ese doble vínculo la novela ha tramado su historia.
Digamos mejor que la novela -con Joyce y Cervantes en primer lugar- busca sus temas en la realidad, pero en­cuentra en los sueños un modo de leer. Esta lectura noctur­na define un tipo particular de lector, el visionario, el que lee para saber cómo vivir. Desde luego, el Astrólogo de Arlt es una figura extrema de este tipo de lector. Y también Erdosain, su doble melancólico y suicida, que lee en un diario la noticia de un crimen y la repite luego al matar a la Bizca.
En este registro imaginario y casi onírico de los mo­dos de leer, con sus tácticas y sus desviaciones, con sus modulaciones y sus cambios de ritmo, se produce además un desplazamiento, que es una muestra de la forma espe­cífica que tiene la literatura de narrar las relaciones socia­les. La experiencia está siempre localizada y situada, se concentra en una escena específica, nunca es abstracta.
Habría en este sentido dos caminos. Por un lado, se­guir al lector, visto siempre al sesgo, casi como un detalle al margen, en ciertas escenas que condensan y fijan una historia muy fluida. Por otro lado, seguir el registro imagi­nario de la práctica misma y sus efectos, una suerte de his­toria invisible de los modos de leer, con sus ruinas y sus huellas, su economía y sus condiciones materiales.
De hecho, al fijar las escenas de lectura, la literatura individualiza y designa al que lee, lo hace ver en un con­texto preciso, lo nombra. Y el nombre propio es un acon­tecimiento porque el lector tiende a ser anónimo e invisi­ble. Por de pronto, el nombre asociado a la lectura remite a la cita, a la traducción, a la copia, a los distintos modos de escribir una lectura, de hacer visible que se ha leído (el crítico sería, en este sentido, la figuración oficial de este tipo de lector, pero por supuesto no el único ni el más in­teresante). Se trata de un tráfico paralelo al de las citas: una figura aparece nombrada, o mejor, es citada. Se hace ver una situación de lectura, con sus relaciones de propie­dad y sus modos de apropiación.
Buscamos, entonces, las figuraciones del lector en la li­teratura; esto es, las representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción. Intentamos una historia imaginaria de los lectores y no una historia de la lectura. No nos preguntare­mos tanto qué es leer, sino quién es el que lee (dónde está leyendo, para qué, en qué condiciones, cuál es su historia).
Llamaría a ese tipo de representación una lección de lectura, si se me permite variar el título del texto clásico de
Lévi-Strauss e imaginar la posición del antropólogo que recibe la descripción de un informante sobre una cultura que desconoce. Esas escenas serían, entonces, como pe­queños informes del estado de una sociedad imaginaria -la sociedad de los lectores- que siempre parece a punto de entrar en extinción o cuya extinción, en todo caso, se anuncia desde siempre.
El primero que entre nosotros pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández. Macedonio as­piraba a que su Museo de la novela de la Eterna, fuera «la obra en que el lector será por fin leído». Y se propuso establecer una clasificación: series, tipologías, clases y casos de lecto­res. Una suerte de zoología o de botánica irreal que localiza géneros y especies de lectores en la selva de la literatura.
Para poder definir al lector, diría Macedonio, primero hay que saber encontrarlo. Es decir, nombrarlo, indivi­dualizarlo, contar su historia. La literatura hace eso: le da, al lector, un nombre y una historia, lo sustrae de la prácti­ca múltiple y anónima, lo hace visible en un contexto pre­ciso, lo integra en una narración particular.
La pregunta «qué es un lector» es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia. Y su res­puesta —para beneficio de todos nosotros, lectores imper­fectos pero reales— es un relato: inquietante, singular y siempre distinto.


RICARDO PIGLIA.
Tomado de su texto "El último lector".