¿Es mejor leer que escribir?
“Leer es mejor que vivir", "si no pudiera leer, me moriría", "leer es como respirar", "leer es necesario, vivir no es necesario", "los libros son mejores que la vida", "los libros (y también los perros) son mejores que las personas", etcétera. Hay miles de frases para todo, y aun frases, aparentemente nobles e insignes, con las que se puede justificar lo que sea. (No nos engañemos: que estén reputadas como nobles e insignes, no quiere decir forzosamente que sean un dechado de inteligencia, pues pueden ser incluso obtusas y aberrantes.)
Frases "edificantes". Las hemos leído o escuchado más de una vez. Su propósito declarado es obvio: decirnos cuánto desperdicio puede tener la vida si en ella no están presentes los libros. Pero, en un exceso dogmático, cierto celo cultural parecido al más elemental fanatismo lleva a mayores extremos este propósito en personas incluso inteligentes que, enfática pero también torpemente, aseguran que la vida no sólo es triste, gris y absurda sin los libros, sino que los libros siempre serán mejores que la triste, gris y absurda existencia.
Se trata de un razonamiento por lo menos ingenuo cuando no obtuso. Como es obvio, sin vida no hay libros. Los libros los escriben y los leen los vivos, y aun en los mejores extremos culturales, leer libros no es el propósito de la existencia, como tampoco lo es escalar la montaña más alta (para un alpinista) o romper el récord mundial de cien metros planos (para un atleta especializado en la velocidad). Se supone que esos logros les dan satisfacción, alegrías y aun —si esto es posible decirlo— felicidad, pero ni leer libros ni escalar montañas ni ser los corredores más veloces constituyen el fin mismo de la existencia; esos son los satisfactores que le dan sentido a la vida o, si se quiere, un especial sentido. Son placeres y, ya sabemos, que los placeres, cuando lo son, nos llevan a reincidir en ellos, a repetirlos, a disfrutarlos una y otra vez sin disgusto: así el alpinista, así el atleta, así el lector. En su Pequeño tratado de las grandes virtudes, con la sabiduría y la sensatez que le caracterizan, André Comte-Sponville se pregunta, y nos pregunta: "¿Cómo podría un libro hacer las veces de la vida?"
Quizá esta falacia de que la lectura, o sea la ficción, es mejor que la vida, nos viene de una confusión histórica absolutamente occidental. A decir del gran pensador español Ramón Gaya, Occidente se ha empeñado en ignorar algo que Oriente ha sabido desde el principio: que el arte y la vida no son dos cosas, sino una; que el arte no es otra cosa que la vida y que, en este sentido, pensar que los libros son mejores que la existencia (un fragmento que está incluido en el todo) es una sandez tan desmesurada que no admite siquiera la más cordial de las discusiones.
Mucha gente confundida por los charlatanes esteticistas de la cultura repite con ellos que la obra de arte, y dentro de ella los libros, es un fin en sí misma; que tiene vida autónoma sin más. Pero Gaya mismo ya lo dijo, a propósito de Rimbaud: "fue un artista excesivo, genial si se quiere, pero pequeño, y creyó en lo que creen los artistas pequeños: creyó en el arte como un fin, y una creencia que equivoca su objeto se defrauda". Para Gaya, el arte no es un fin sino un tránsito, en todo caso un medio para aspirar a sentir a plenitud la existencia, no para, cándidamente, sustituirla. Esta infeliz y ridícula creencia de que el arte, los libros, la lectura, son mejores que la vida no proviene en todo caso de los espíritus elementales y sinceros, sino de aquellos cultos que, con arrogancia e ignorancia (la arrogancia que les da el ser "cultos"; la ignorancia que les da la soberbia de "saber") formulan cosas incomprensibles y absurdas que ellos mismos llegan a confundir con la inteligencia.
El libro y la lectura jamás serán un fin, siempre serán un medio, un instrumento, y la vida hace uso de ellos para al menos soñar que se pueden alcanzar mayores intensidades espirituales e intelectuales. Del mismo modo que se digieren los alimentos, para convertirlos en energía vital, los libros sólo tienen sentido si conseguimos que sean combustible vital. Por ello, no se equivocaba el escritor argentino Noéjitrik cuando, en su libro La lectura como actividad, planteaba esta certidumbre que tiene la potencia de un aforismo: "Leer es transformar lo que se lee". Y, aun así, la vida no se reduce a leer. Por ello, quien afirme que los libros son mejores que la vida, además de estar diciendo un disparate lo que quiere significar, y esto es obvio aunque por supuesto no lo declare ni mucho menos lo acepte, es que su vida, no la vida en general sino tan sólo la suya propia (y nada más), es triste, desabrida, ausente de entusiasmo, prosaica, estéril, vacía, etcétera. ("Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos", diría, agudamente, Fernando Pessoa.) Y todas estas enfermedades de una existencia así no se curan con libros, sino que incluso, tal vez, los libros tiendan a agravarlas.
Pablo Neruda, que sin duda amaba los libros, dice, maravillosamente, en una de las odas que escribió para celebrar este extraordinario medio de transmisión cultural y de gozo: "Libro, cuando te cierro/ abro la vida", con lo cual confronta esa insensata y ridícula idea de que los libros son mejores que la vida. Y añade no menos extraordinariamente, a favor de esta certeza: "Amo los libros/ exploradores, / libros con bosque o nieve,/ profundidad o cielo,/ pero/ odio/ el libro araña/ en donde el pensamiento/ fue disponiendo alambre venenoso/ para que allí se enrede/ la juvenil y circundante mosca".
Versos más adelante, como reacción ante lo que podría ser la fatua erudición o la estéril sabiduría de quienes sólo saben de libros y de artificios, pero muy poco de la existencia, Pablo Neruda canta: "Libro, déjame libre./ Yo no quiero ir vestido/ de volumen,/ yo no vengo de un tomo,/ mis poemas/ no han comido poemas,/ devoran/ apasionados acontecimientos,/ se nutren de intemperie,/ extraen alimento/ de la tierra y los hombres./ Libro, déjame andar por los caminos/ con polvo en los zapatos/ y sin mitología:/ vuelve a tu biblioteca,/ yo me voy por las calles".
Nunca el arte, nunca la literatura, nunca los libros, nunca la lectura son un fin en sí mismos. Plantearlos como un fin es desembocar en una noción abstracta y espiritualmente estéril. Hay quienes dicen, y además lo creen, que hay que vivir para el arte, para la cultura, para la literatura, para los libros, para la patria (nociones de sumo abstractas), y ostentan también que todas estas ocupaciones son de tal modo exigentes que absorben por completo su existencia y que ellos, gustosamente, se entregan, se sacrifican sin oponer resistencia a esa demanda suprema, porque lo más importante, insisten, es el arte en sí, la cultura en sí, la literatura en sí, la patria en sí.
Pero aun el contradictorio y a veces impredecible Witold Gombrowicz nos advierte lo siguiente, con extrema lucidez: "Tanto el arte como la patria en sí significan bien poco. Significan muchísimo cuando a través de ellos el hombre se une a los valores esenciales y más profundos de la existencia". Es decir, significan mucho cuando nos ayudan a vivir mejor. Más aún: Gombrowicz abogaba porque el arte no fuese nada más una simple ficción y una pomposa ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre, y recomendaba: "Si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa". Esto mismo deberíamos hacer, a cada momento, como lectores: verificar si lo que leemos enriquece nuestra vida y si realmente nos interesa, o si solamente leemos para decir, para presumir que ya leímos otro libro.
Y esto deberíamos hacerlo aun en el caso de algunas de las llamadas "obras maestras". Para Gombrowicz, sólo la superstición cultural y los mitos creados por la ceguera esteticista nos pueden llevar a no advertir que existen los libros perfectos pero vacíos; libros que son modelos de abstracción, del arte por el arte, escritos por grandes estetas, pero estériles, ausentes de profundidad humana. Son esos libros que, pese a su reputación de "grandeza", "maestría" o "perfección", nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos, "puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción".
Por lo demás, el que cree que sólo puede ser feliz cuando se introduce en una fantasía, en una ficción o en las páginas de una emoción ajena (por muy extraordinarias que éstas sean), es probable que habite en una gran mentira sobre la existencia. Nadie le va a negar, por supuesto, su derecho a decir y a creer que sólo en los libros encuentra la felicidad o la alegría, pero lo que no puede ignorar es que los libros, aun los más extraordinarios, no son otra cosa que parte de la vida; de ahí la absoluta contradicción, incoherencia e incongruencia de una convicción tan necia o por lo menos tan candida.
Aun en el caso de la escritura, tampoco los libros son mejores que la vida, incluso tratándose de la vida de escritores que, aparentemente, pero sólo aparentemente, viven o vivieron "para escribir". Otra vez la disyuntiva se torna falacia, producto de la mistificación con la que acaba engañándose el propio escritor. Un periodista le pregunta, por ejemplo, a un redactor cualquiera: "¿Podría usted dejar de escribir?" Y él responde, con otra pregunta, entre irónica, autocomplaciente y falsamente indignada: "¿Puedo acaso dejar de respirar?", dejando asentado, con ello —autosuficiente y vanidoso— que, para él, vivir y escribir son la misma cosa y que, en la hipótesis que plantea la pregunta del entrevistador, dejar de escribir equivale a dejar de vivir. (Si el redactor fuese realmente inteligente, en lugar de querer pasar por agudo, tendría que saber que no el dejar de escribir sino el cese de ciertas funciones fisiológicas, algunas de ellas por cierto muy prosaicas, es lo único que lo podría conducir realmente a la muerte.)
Muy distinta, en cambio, fue la respuesta de Julio Cortázar, cuando una investigadora literaria le formuló la siguiente pregunta: "¿Puedes escoger entre esta dos frases para describir a Cortázar: Vivir es escribir o escribir es vivir?" De inmediato, el autor de Rajuela respondió convencido:
Vivir es escribir, desde luego no. En cuanto a escribir es vivir es en parte exacto, pero sólo en parte. Escribir es vivir una parte de la vida, en mi caso una parte muy importante, probablemente la más importante, pero no es toda la vida. Yo no formo parte de ese tipo de escritores cuya vocación los mete en la escritura y todo el resto no tiene importancia. [...] Paso largas temporadas sin escribir nada y no me siento peor por eso; hago otras cosas.
Si le preguntáramos al alpinista qué es lo que lo hace más feliz en la vida, probablemente dirá que enfrentar y vencer el reto de escalar el monte más alto. Si se lo preguntáramos al atleta especializado en la velocidad, tal vez responda que batir el record mundial de los 9.76 segundos en los cien metros planos. Esta misma pregunta hecha a un lector, tal vez propicie la respuesta de que leer y releer los libros que lo apasionan es lo que más felicidad le entrega en la vida.
Pero convengamos en que, a menos que seamos sofistas, esto es retóricos, embaucadores, manipuladores y torcedores del significado del lenguaje, ni escalar ni correr ni leer, por mucha satisfacción que nos den, sustituyen a la vida (es decir, a todo lo que tiene la vida), sino que son elementos fundamentales de nuestras vidas para que alcancemos la quizá siempre efímera felicidad. Amamos la vida y nos sentimos contentos de estar vivos porque podemos escalar, correr y leer, y porque podemos también caminar, pintar, cantar, bailar, tocar un instrumento musical, etcétera. Parece obvio que, sin la vida, nada tiene sentido; ni siquiera los libros, por supuesto.
“Leer es mejor que vivir", "si no pudiera leer, me moriría", "leer es como respirar", "leer es necesario, vivir no es necesario", "los libros son mejores que la vida", "los libros (y también los perros) son mejores que las personas", etcétera. Hay miles de frases para todo, y aun frases, aparentemente nobles e insignes, con las que se puede justificar lo que sea. (No nos engañemos: que estén reputadas como nobles e insignes, no quiere decir forzosamente que sean un dechado de inteligencia, pues pueden ser incluso obtusas y aberrantes.)
Frases "edificantes". Las hemos leído o escuchado más de una vez. Su propósito declarado es obvio: decirnos cuánto desperdicio puede tener la vida si en ella no están presentes los libros. Pero, en un exceso dogmático, cierto celo cultural parecido al más elemental fanatismo lleva a mayores extremos este propósito en personas incluso inteligentes que, enfática pero también torpemente, aseguran que la vida no sólo es triste, gris y absurda sin los libros, sino que los libros siempre serán mejores que la triste, gris y absurda existencia.
Se trata de un razonamiento por lo menos ingenuo cuando no obtuso. Como es obvio, sin vida no hay libros. Los libros los escriben y los leen los vivos, y aun en los mejores extremos culturales, leer libros no es el propósito de la existencia, como tampoco lo es escalar la montaña más alta (para un alpinista) o romper el récord mundial de cien metros planos (para un atleta especializado en la velocidad). Se supone que esos logros les dan satisfacción, alegrías y aun —si esto es posible decirlo— felicidad, pero ni leer libros ni escalar montañas ni ser los corredores más veloces constituyen el fin mismo de la existencia; esos son los satisfactores que le dan sentido a la vida o, si se quiere, un especial sentido. Son placeres y, ya sabemos, que los placeres, cuando lo son, nos llevan a reincidir en ellos, a repetirlos, a disfrutarlos una y otra vez sin disgusto: así el alpinista, así el atleta, así el lector. En su Pequeño tratado de las grandes virtudes, con la sabiduría y la sensatez que le caracterizan, André Comte-Sponville se pregunta, y nos pregunta: "¿Cómo podría un libro hacer las veces de la vida?"
Quizá esta falacia de que la lectura, o sea la ficción, es mejor que la vida, nos viene de una confusión histórica absolutamente occidental. A decir del gran pensador español Ramón Gaya, Occidente se ha empeñado en ignorar algo que Oriente ha sabido desde el principio: que el arte y la vida no son dos cosas, sino una; que el arte no es otra cosa que la vida y que, en este sentido, pensar que los libros son mejores que la existencia (un fragmento que está incluido en el todo) es una sandez tan desmesurada que no admite siquiera la más cordial de las discusiones.
Mucha gente confundida por los charlatanes esteticistas de la cultura repite con ellos que la obra de arte, y dentro de ella los libros, es un fin en sí misma; que tiene vida autónoma sin más. Pero Gaya mismo ya lo dijo, a propósito de Rimbaud: "fue un artista excesivo, genial si se quiere, pero pequeño, y creyó en lo que creen los artistas pequeños: creyó en el arte como un fin, y una creencia que equivoca su objeto se defrauda". Para Gaya, el arte no es un fin sino un tránsito, en todo caso un medio para aspirar a sentir a plenitud la existencia, no para, cándidamente, sustituirla. Esta infeliz y ridícula creencia de que el arte, los libros, la lectura, son mejores que la vida no proviene en todo caso de los espíritus elementales y sinceros, sino de aquellos cultos que, con arrogancia e ignorancia (la arrogancia que les da el ser "cultos"; la ignorancia que les da la soberbia de "saber") formulan cosas incomprensibles y absurdas que ellos mismos llegan a confundir con la inteligencia.
El libro y la lectura jamás serán un fin, siempre serán un medio, un instrumento, y la vida hace uso de ellos para al menos soñar que se pueden alcanzar mayores intensidades espirituales e intelectuales. Del mismo modo que se digieren los alimentos, para convertirlos en energía vital, los libros sólo tienen sentido si conseguimos que sean combustible vital. Por ello, no se equivocaba el escritor argentino Noéjitrik cuando, en su libro La lectura como actividad, planteaba esta certidumbre que tiene la potencia de un aforismo: "Leer es transformar lo que se lee". Y, aun así, la vida no se reduce a leer. Por ello, quien afirme que los libros son mejores que la vida, además de estar diciendo un disparate lo que quiere significar, y esto es obvio aunque por supuesto no lo declare ni mucho menos lo acepte, es que su vida, no la vida en general sino tan sólo la suya propia (y nada más), es triste, desabrida, ausente de entusiasmo, prosaica, estéril, vacía, etcétera. ("Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos", diría, agudamente, Fernando Pessoa.) Y todas estas enfermedades de una existencia así no se curan con libros, sino que incluso, tal vez, los libros tiendan a agravarlas.
Pablo Neruda, que sin duda amaba los libros, dice, maravillosamente, en una de las odas que escribió para celebrar este extraordinario medio de transmisión cultural y de gozo: "Libro, cuando te cierro/ abro la vida", con lo cual confronta esa insensata y ridícula idea de que los libros son mejores que la vida. Y añade no menos extraordinariamente, a favor de esta certeza: "Amo los libros/ exploradores, / libros con bosque o nieve,/ profundidad o cielo,/ pero/ odio/ el libro araña/ en donde el pensamiento/ fue disponiendo alambre venenoso/ para que allí se enrede/ la juvenil y circundante mosca".
Versos más adelante, como reacción ante lo que podría ser la fatua erudición o la estéril sabiduría de quienes sólo saben de libros y de artificios, pero muy poco de la existencia, Pablo Neruda canta: "Libro, déjame libre./ Yo no quiero ir vestido/ de volumen,/ yo no vengo de un tomo,/ mis poemas/ no han comido poemas,/ devoran/ apasionados acontecimientos,/ se nutren de intemperie,/ extraen alimento/ de la tierra y los hombres./ Libro, déjame andar por los caminos/ con polvo en los zapatos/ y sin mitología:/ vuelve a tu biblioteca,/ yo me voy por las calles".
Nunca el arte, nunca la literatura, nunca los libros, nunca la lectura son un fin en sí mismos. Plantearlos como un fin es desembocar en una noción abstracta y espiritualmente estéril. Hay quienes dicen, y además lo creen, que hay que vivir para el arte, para la cultura, para la literatura, para los libros, para la patria (nociones de sumo abstractas), y ostentan también que todas estas ocupaciones son de tal modo exigentes que absorben por completo su existencia y que ellos, gustosamente, se entregan, se sacrifican sin oponer resistencia a esa demanda suprema, porque lo más importante, insisten, es el arte en sí, la cultura en sí, la literatura en sí, la patria en sí.
Pero aun el contradictorio y a veces impredecible Witold Gombrowicz nos advierte lo siguiente, con extrema lucidez: "Tanto el arte como la patria en sí significan bien poco. Significan muchísimo cuando a través de ellos el hombre se une a los valores esenciales y más profundos de la existencia". Es decir, significan mucho cuando nos ayudan a vivir mejor. Más aún: Gombrowicz abogaba porque el arte no fuese nada más una simple ficción y una pomposa ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre, y recomendaba: "Si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa". Esto mismo deberíamos hacer, a cada momento, como lectores: verificar si lo que leemos enriquece nuestra vida y si realmente nos interesa, o si solamente leemos para decir, para presumir que ya leímos otro libro.
Y esto deberíamos hacerlo aun en el caso de algunas de las llamadas "obras maestras". Para Gombrowicz, sólo la superstición cultural y los mitos creados por la ceguera esteticista nos pueden llevar a no advertir que existen los libros perfectos pero vacíos; libros que son modelos de abstracción, del arte por el arte, escritos por grandes estetas, pero estériles, ausentes de profundidad humana. Son esos libros que, pese a su reputación de "grandeza", "maestría" o "perfección", nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos, "puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción".
Por lo demás, el que cree que sólo puede ser feliz cuando se introduce en una fantasía, en una ficción o en las páginas de una emoción ajena (por muy extraordinarias que éstas sean), es probable que habite en una gran mentira sobre la existencia. Nadie le va a negar, por supuesto, su derecho a decir y a creer que sólo en los libros encuentra la felicidad o la alegría, pero lo que no puede ignorar es que los libros, aun los más extraordinarios, no son otra cosa que parte de la vida; de ahí la absoluta contradicción, incoherencia e incongruencia de una convicción tan necia o por lo menos tan candida.
Aun en el caso de la escritura, tampoco los libros son mejores que la vida, incluso tratándose de la vida de escritores que, aparentemente, pero sólo aparentemente, viven o vivieron "para escribir". Otra vez la disyuntiva se torna falacia, producto de la mistificación con la que acaba engañándose el propio escritor. Un periodista le pregunta, por ejemplo, a un redactor cualquiera: "¿Podría usted dejar de escribir?" Y él responde, con otra pregunta, entre irónica, autocomplaciente y falsamente indignada: "¿Puedo acaso dejar de respirar?", dejando asentado, con ello —autosuficiente y vanidoso— que, para él, vivir y escribir son la misma cosa y que, en la hipótesis que plantea la pregunta del entrevistador, dejar de escribir equivale a dejar de vivir. (Si el redactor fuese realmente inteligente, en lugar de querer pasar por agudo, tendría que saber que no el dejar de escribir sino el cese de ciertas funciones fisiológicas, algunas de ellas por cierto muy prosaicas, es lo único que lo podría conducir realmente a la muerte.)
Muy distinta, en cambio, fue la respuesta de Julio Cortázar, cuando una investigadora literaria le formuló la siguiente pregunta: "¿Puedes escoger entre esta dos frases para describir a Cortázar: Vivir es escribir o escribir es vivir?" De inmediato, el autor de Rajuela respondió convencido:
Vivir es escribir, desde luego no. En cuanto a escribir es vivir es en parte exacto, pero sólo en parte. Escribir es vivir una parte de la vida, en mi caso una parte muy importante, probablemente la más importante, pero no es toda la vida. Yo no formo parte de ese tipo de escritores cuya vocación los mete en la escritura y todo el resto no tiene importancia. [...] Paso largas temporadas sin escribir nada y no me siento peor por eso; hago otras cosas.
Si le preguntáramos al alpinista qué es lo que lo hace más feliz en la vida, probablemente dirá que enfrentar y vencer el reto de escalar el monte más alto. Si se lo preguntáramos al atleta especializado en la velocidad, tal vez responda que batir el record mundial de los 9.76 segundos en los cien metros planos. Esta misma pregunta hecha a un lector, tal vez propicie la respuesta de que leer y releer los libros que lo apasionan es lo que más felicidad le entrega en la vida.
Pero convengamos en que, a menos que seamos sofistas, esto es retóricos, embaucadores, manipuladores y torcedores del significado del lenguaje, ni escalar ni correr ni leer, por mucha satisfacción que nos den, sustituyen a la vida (es decir, a todo lo que tiene la vida), sino que son elementos fundamentales de nuestras vidas para que alcancemos la quizá siempre efímera felicidad. Amamos la vida y nos sentimos contentos de estar vivos porque podemos escalar, correr y leer, y porque podemos también caminar, pintar, cantar, bailar, tocar un instrumento musical, etcétera. Parece obvio que, sin la vida, nada tiene sentido; ni siquiera los libros, por supuesto.
JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Texto tomado de su libro "Antimanual para promotores de lectura".