Durante más de tres siglos, desde que sir Francis Bacon, vizconde de Saint Albans, barón de Verulam, anunciara, a finales del XVI, que la inteligencia humana podría abarcar el conocimiento total y definitivo del mundo en un plazo razonable —afirmación que trataría de describir en su utopía de 1627 la novela Nova Atlantis, la real posibilidad de un estado científicamente organizado y perfecto—, el hombre estuvo soñando en esa posibilidad, hasta que se dio cuenta de que, como diría David Herbert Lawrence, "cuantos más misterios desentrañes, más misterios encontrarás".
Tres siglos después, digo, de la afirmación/promesa de Bacon, el hombre, el intelectual, decidió echar esa esperanza por la borda y reclamar para él más vida y menos explicaciones de la vida. Surge así eso que D'Ors llama el espíritu fin-de-siglo, mezcla de desencanto y de cinismo, negación de la confianza en la razón, incluso autocomplacencia en la duda y en la crisis de los valores que durante tanto tiempo se habían tenido por seguros.
La repercusión sobre el arte y la literatura se mide en fórmulas de vida rescatada. No hay valores estables, no hay dogmas, nada es de acuerdo con los cánones antes venerados, lo estético no tiene nada que ver con lo moral, el arte es libérrimo, la escritura -como el pensamiento- no delinque.
Pero al fondo el problema de la existencia sigue intacto, sin resolver. Al fin y al cabo, la libertad, la bondad, la belleza, la honradez o la maldad no son más que atributos de la existencia; nadie es nada adjetivo sin el sustantivo del ser.
La diferencia entre ser y estar, entre esencia y existencia acaba resumiéndose en ser y estar al tiempo, verbosque pueden o no tener sentido en sí mismos o en razón de sus fines, si son algo más que una apetenciainstintiva.
La literatura no hará más que poner de relieve todos estos vaivenes en forma de reflexión de la mente humana. También los frutos de esa rebeldía instintiva, de sus pasiones, de sus decepciones y de su decadencia camino de la desaparición. Pero con una diferencia con respecto a los siglos anteriores: como el arte —y la literatura lo es— carece de trabas morales, no tiene por qué aceptar tabúes, prohibiciones, censuras... Todo lo humano, decía San Agustín, me atañe. Los escritores, a partir de la rebeldía de los "malditos" y, sobre todo, después de la crisis del fin del siglo XIX, que se resolverá traumáticamente con el estallido y la desolación de la Primera Gran Guerra, integran todo lo humano en la realidad de los sufrimientos o las alegrías del hombre. Nada es necesariamente obsceno o asqueroso si pertenece a alguna de las facetas del hombre; rechazar la sexualidad, la maldad, la crueldad, el odio, las aberraciones de todo tipo, eso no le corresponde al escritor, sino al moralista o al juez, si se convierte en delito. El escritor es capaz de encontrar belleza en la decepción, en el odio, en la perversión... El hombre no es sólo el ángel, sino también el asesino y el violador. Baudelaire nos dijo que en la carroña hay una fuente de hermosura verbal.
Tres siglos después, digo, de la afirmación/promesa de Bacon, el hombre, el intelectual, decidió echar esa esperanza por la borda y reclamar para él más vida y menos explicaciones de la vida. Surge así eso que D'Ors llama el espíritu fin-de-siglo, mezcla de desencanto y de cinismo, negación de la confianza en la razón, incluso autocomplacencia en la duda y en la crisis de los valores que durante tanto tiempo se habían tenido por seguros.
La repercusión sobre el arte y la literatura se mide en fórmulas de vida rescatada. No hay valores estables, no hay dogmas, nada es de acuerdo con los cánones antes venerados, lo estético no tiene nada que ver con lo moral, el arte es libérrimo, la escritura -como el pensamiento- no delinque.
Pero al fondo el problema de la existencia sigue intacto, sin resolver. Al fin y al cabo, la libertad, la bondad, la belleza, la honradez o la maldad no son más que atributos de la existencia; nadie es nada adjetivo sin el sustantivo del ser.
La diferencia entre ser y estar, entre esencia y existencia acaba resumiéndose en ser y estar al tiempo, verbosque pueden o no tener sentido en sí mismos o en razón de sus fines, si son algo más que una apetenciainstintiva.
La literatura no hará más que poner de relieve todos estos vaivenes en forma de reflexión de la mente humana. También los frutos de esa rebeldía instintiva, de sus pasiones, de sus decepciones y de su decadencia camino de la desaparición. Pero con una diferencia con respecto a los siglos anteriores: como el arte —y la literatura lo es— carece de trabas morales, no tiene por qué aceptar tabúes, prohibiciones, censuras... Todo lo humano, decía San Agustín, me atañe. Los escritores, a partir de la rebeldía de los "malditos" y, sobre todo, después de la crisis del fin del siglo XIX, que se resolverá traumáticamente con el estallido y la desolación de la Primera Gran Guerra, integran todo lo humano en la realidad de los sufrimientos o las alegrías del hombre. Nada es necesariamente obsceno o asqueroso si pertenece a alguna de las facetas del hombre; rechazar la sexualidad, la maldad, la crueldad, el odio, las aberraciones de todo tipo, eso no le corresponde al escritor, sino al moralista o al juez, si se convierte en delito. El escritor es capaz de encontrar belleza en la decepción, en el odio, en la perversión... El hombre no es sólo el ángel, sino también el asesino y el violador. Baudelaire nos dijo que en la carroña hay una fuente de hermosura verbal.
Luis Blanco Vila.
Texto tomado de su libro "La literatura contada con sencillez".