En un editorial para su revista Isaac Asimov's Science Fic-tion Magazine (marzo-abril de 1978), el famoso escritor afirmaba.- «La ciencia ficción es la rama de la literatura que versa sobre las respuestas del ser humano a los cambios que se producen en la ciencia y la tecnología». Claro que, si en una Convención Mundial de Ciencia Ficción decidiera pedirles a cien participantes elegidos al azar que definieran el género, lo más probable es que obtuviera otras tantas respuestas distintas. Quiere esto decir que la de Asimov no es necesariamente la definición definitiva, pero nadie podrá negar que se ha ganado por méritos propios el derecho a decir cuanto se le pase por la cabeza (e incluso a cambiar de opinión). Yo, desde luego, creo que su definición es un excelente punto de partida, pues sitúa al género en el ámbito adecuado. Así, Frankenstein es ciencia ficción porque habla de un científico que emplea medios tecnológicos para devolver la vida a un muerto; Drácula no lo es. Drácula es puro terror y emoción que se alimentan del miedo que nos inspiran las criaturas de la noche, pero poco tiene que ver con la ciencia.
Dicho esto, debemos admitir que algunas de las mejores obras del género mezclan la ciencia con el terror y la fantasía para producir un resultado creíble. Si analizamos una película como Metrópolis desde la perspectiva histórica posterior a la Primera Guerra Mundial, encontraremos que encierra una advertencia sobre el peligro aniquilador de los avances tecnológicos cuando caen en manos de ofuscados tiranos. La gran novela de Orwell, 1984, con sus omnipresentes monitores de vigilancia instalados por el gobierno para observar el más mínimo movimiento de todos los ciudadanos, sigue gozando de una excelente salud mucho después del fatídico año, y seguirá resultando tan escalofriante como lo fue en la época de su primera publicación, hacia mediados del siglo que ahora concluye. Y lo que convierte a Expediente X en un éxito sin precedentes es el hecho de que convence a los espectadores de la veracidad de ciertas suposiciones que nadie desearía ver confirmadas, como la germinación de larvas asesinas en furúnculos purulentos que siembran el rostro de sus víctimas a consecuencia de una investigación farmacológica aprobada por el gobierno.
Pero no sólo de oscuros dramas y tenebrosas premoniciones vive la ciencia ficción. Al igual que cualquier otro género, tiene derecho a la multiplicidad de enfoques. De hecho, la ciencia ficción puede ser ligera y divertida: las inocentes travesuras de nuestros marcianos y hombres invisibles favoritos nos han proporcionado momentos de gran gozo y entretenimiento. También puede inspirar asombro, como ocurre con el inolvidable paisaje urbano de Una fantasía del porvenir, o ensanchar nuestros horizontes mentales, como en E. T. La ciencia ficción puede incluso resultar desternillante y, si no me creen, vean ustedes El jovencito Frankenstein. Sin embargo, a medida que nos acercamos al final de este periplo por la historia de la ciencia ficción, y al final también del siglo xx, se hace evidente que cada vez se escriben menos obras de verdadera calidad dentro del género. Durante la edad de oro de los años treinta y cuarenta, las revistas fueron el caldo de cultivo idóneo para la germinación de una efervescente actividad creativa que hallaba inspiración en la guerra, las nuevas tecnologías y las nuevas industrias. Algunos meses, llegaban a coincidir en los quioscos diez revistas distintas, y cada una de ellas contenía diez historias o más en sus páginas, lo cual quiere decir que se publicaba un total de cien historias al mes, todas al alcance de la mano, hazaña que Hollywood jamás podría igualar (¡imagínese, mil doscientas películas nuevas por año!). Sin embargo, en la década de los años cincuenta, la ciencia ficción empezó a convertirse en propiedad de Hollywood, y la mayor parte de las grandes revistas del género desaparecieron hace ya mucho tiempo. Hoy, los grandes éxitos de la ciencia ficción no nos llegan de la mano de escritores como Kuttner y Moore, Russell o Stapledon, sino de realizadores, directores y productores como John Carpenter, George Lucas y Steven Spielberg. Su talento es evidente y sus esfuerzos encomiables, pues mantienen al género con vida. No obstante, porque sigo adorando la palabra escrita -y porque sé que no tendré que convencer a los nuevos fans de la ciencia ficción para que vayan a ver la última película de la saga Star Trek (ya la habrán visto dos veces)- les dejo con este pequeño consejo: lean a los grandes del género. No sólo a Doyle, Wells o Verne, autores que se enseñan en la escuela y han sido bien llevados al cine, sino también a los menos conocidos. Algunas revistas son hoy verdaderas piezas de coleccionista, pero siguen editándose buenas antologías de bolsillo. En los estantes de las librerías descansan prodigiosos mundos insospechados que esperan con ansiedad el momento de abalanzarse sobre ustedes al grito de: «¡Te voy a enamorar!».
Dicho esto, debemos admitir que algunas de las mejores obras del género mezclan la ciencia con el terror y la fantasía para producir un resultado creíble. Si analizamos una película como Metrópolis desde la perspectiva histórica posterior a la Primera Guerra Mundial, encontraremos que encierra una advertencia sobre el peligro aniquilador de los avances tecnológicos cuando caen en manos de ofuscados tiranos. La gran novela de Orwell, 1984, con sus omnipresentes monitores de vigilancia instalados por el gobierno para observar el más mínimo movimiento de todos los ciudadanos, sigue gozando de una excelente salud mucho después del fatídico año, y seguirá resultando tan escalofriante como lo fue en la época de su primera publicación, hacia mediados del siglo que ahora concluye. Y lo que convierte a Expediente X en un éxito sin precedentes es el hecho de que convence a los espectadores de la veracidad de ciertas suposiciones que nadie desearía ver confirmadas, como la germinación de larvas asesinas en furúnculos purulentos que siembran el rostro de sus víctimas a consecuencia de una investigación farmacológica aprobada por el gobierno.
Pero no sólo de oscuros dramas y tenebrosas premoniciones vive la ciencia ficción. Al igual que cualquier otro género, tiene derecho a la multiplicidad de enfoques. De hecho, la ciencia ficción puede ser ligera y divertida: las inocentes travesuras de nuestros marcianos y hombres invisibles favoritos nos han proporcionado momentos de gran gozo y entretenimiento. También puede inspirar asombro, como ocurre con el inolvidable paisaje urbano de Una fantasía del porvenir, o ensanchar nuestros horizontes mentales, como en E. T. La ciencia ficción puede incluso resultar desternillante y, si no me creen, vean ustedes El jovencito Frankenstein. Sin embargo, a medida que nos acercamos al final de este periplo por la historia de la ciencia ficción, y al final también del siglo xx, se hace evidente que cada vez se escriben menos obras de verdadera calidad dentro del género. Durante la edad de oro de los años treinta y cuarenta, las revistas fueron el caldo de cultivo idóneo para la germinación de una efervescente actividad creativa que hallaba inspiración en la guerra, las nuevas tecnologías y las nuevas industrias. Algunos meses, llegaban a coincidir en los quioscos diez revistas distintas, y cada una de ellas contenía diez historias o más en sus páginas, lo cual quiere decir que se publicaba un total de cien historias al mes, todas al alcance de la mano, hazaña que Hollywood jamás podría igualar (¡imagínese, mil doscientas películas nuevas por año!). Sin embargo, en la década de los años cincuenta, la ciencia ficción empezó a convertirse en propiedad de Hollywood, y la mayor parte de las grandes revistas del género desaparecieron hace ya mucho tiempo. Hoy, los grandes éxitos de la ciencia ficción no nos llegan de la mano de escritores como Kuttner y Moore, Russell o Stapledon, sino de realizadores, directores y productores como John Carpenter, George Lucas y Steven Spielberg. Su talento es evidente y sus esfuerzos encomiables, pues mantienen al género con vida. No obstante, porque sigo adorando la palabra escrita -y porque sé que no tendré que convencer a los nuevos fans de la ciencia ficción para que vayan a ver la última película de la saga Star Trek (ya la habrán visto dos veces)- les dejo con este pequeño consejo: lean a los grandes del género. No sólo a Doyle, Wells o Verne, autores que se enseñan en la escuela y han sido bien llevados al cine, sino también a los menos conocidos. Algunas revistas son hoy verdaderas piezas de coleccionista, pero siguen editándose buenas antologías de bolsillo. En los estantes de las librerías descansan prodigiosos mundos insospechados que esperan con ansiedad el momento de abalanzarse sobre ustedes al grito de: «¡Te voy a enamorar!».